Por: Rocío Barbosa Cano
Hasta los ovarios de luchar (ilustración por Lola Vendetta).
Rocío no vayas sola, Rocío ponte de copiloto, Rocío ¿viene tu novio contigo?, Rocío no vayas de listilla, Rocío pasa más desapercibida, Rocío eres una extremista, Rocío ¿no podrías ponerte algo que destaque menos?, Rocío fumas como un carretero, Rocío bebes como un tío, Rocío eres una caradura, Rocío cierra las piernas.
Rocío deja de comportarte como un hombre.
A Henar Álvarez le preguntaron hace poco en su podcast “2 Rubias muy legales” que cuál era su truco para posar en las fotos. Su respuesta fue tajante: ocupar espacio. Nada de la manita en la cara como una niña de comunión, ni encogida como si te hubieras bebido tres litros de agua y el baño más cercano fuera uno portátil a las cinco de la mañana en las ferias de San Isidro.
El tip de Henar era ocupar espacio, con las manos en la cintura como superwoman, con las piernas abiertas como cuando te comen el coño.
Rocío, esa boca. Eres más basta que un camionero.
Ayer iba en el metro y delante de mí había una mujer de unos 40 años y, a mi lado, la que debía de ser su hija de 15 - por las conversaciones que habían tenido unas paradas atrás-. Llegamos a la siguiente estación. Se abre la puerta y entra gente. Al otro lado de la chica se sienta un hombre de unos 60. La madre desde enfrente le hace un gesto a su hija,diciéndole que cierre sus piernas. Ella se incorpora de la postura relajada que tenía y se las junta. Llegamos a la siguiente estación. Me levanto para irme. El hombre de al lado de la chica tenía las piernas tan abiertas que ocupaba su asiento y parte del de la joven. Ella seguía cerrando las suyas, como si las tuviera pegadas con superglue.
Parece de chiste que nosotras tengamos que aprender cómo ocupar espacios. Los espacios estuvieron ahí desde que nacimos al igual que lo estuvieron para ellos. Sin embargo, no sabemos estar en ellos, ni ocuparlos para posar en las fotos.
No sabemos cómo ocupar espacios que son públicos, comunes y cotidianos. No sabemos cómo ir por primera vez a la zona de pesas del gimnasio, ni cómo estar en una cafetería sola, ni cómo coger un vuelo sin el grupo de chicas. No sabemos ocupar ciertos espacios porque nadie nunca nos enseñó a ello, porque nunca nadie pensó que fuéramos a ocuparlos.
Aunque ciertamente no es que no sepamos cómo ocuparlos -qué también-, sino que tenemos que desaprender a no ocuparlos o a ocuparlos de puntillas.
Me pasé cinco años de mi vida pagando 40 euros al mes del gimnasio para no pasar de la zona de cardio. Llegaba, hacía 30 minutos de bici, 30 minutos de cinta y me iba. De hecho, no recuerdo donde estaban las pesas y las máquinas en los tres gimnasios diferentes en los que estuve en esos cinco años. Ese espacio no existía; y no existía porque no asumía que fuera un espacio al que yo tuviera acceso. No os equivoqueis, no hace falta que haya un cartel en el que ponga: “no permitido el acceso a mujeres” para que el acceso no esté permitido. Si la composición de esa zona es del 99% de hombres –y con hombres quiero decir onvres, que son calvos con un brazo que triplica su pierna y una cara de no haber interactuado con una mujer en su vida– la verdad que el acceso al espacio se vuelve inhóspito, cuanto menos.
Sin embargo, di el primer paso gracias a un gimnasio de un pueblo de mil habitantes en Extremadura en julio a 40 grados donde nunca subía nadie (obviamente) y donde una amiga me abrió el camino (gracias a dios siempre hay alguna).
Aún así, y aunque me hubiera estudiado la técnica de cada máquina y cada pesa como un examen, nada me libró de tener un nudo en el estómago cada vez que iba por primera vez a la zona de pesas, calcular cuál era la hora en la que menos personas (hombres) habría, y no ir jamás –pero jamás de los jamases– sin auriculares: es lo más próximo a gritar estoy dispuesta y quiero entablar conversación. Pero yo lo único que yo quería era ir, ser una fantasma que pasa sin ser vista, y volver a mi conocido y cómodo hogar.
Es más, nada me libró –más de una y más de dos veces– de tener que soportar que ese hombre que todavía vivía en casa de su madre, (que además era la única mujer que le había querido en la vida) me dijera: te veo algo perdida, creo que necesitas ayuda, si quieres te hago un tour por las máquinas de adelgazar.
+No, gracias.
-¿Estás segura? ¡Este es como mi templo!
+Sí Juan Luis, estoy segura.
Era irónico, cuando menos, que me hubiera pasado la vida entendiéndome y escuchando lo que los demás entendían que yo era: extravagante, extremista, gritona, bruta, valiente. De esas personas que pisan fuerte, que siempre tienen la última palabra, que ocupan los espacios. Y sin embargo, este, en particular, no tenía ovarios a ocuparlo. O al menos a no ocuparlo de puntillas. Y sin embargo, el Juan Luis que en la calle jamás se hubiera atrevido ni a mirarme, tenía la suficiente fe en sí mismo – en este espacio, que era su espacio– para hacerme mansplaining sobre cada una de las máquinas del gimnasio.
¿Por qué Juan Luis sí y yo no? Porque él se encontraba como un pez en el agua y nosotras tenemos que reaprender a ocupar estos espacios. Porque tenemos que seguir siendo valientes en nuestro día a día, seguir rompiendo barreras, seguir peleando. Porque para ellos siempre es fácil y a nosotras nos toca o seguir haciendo bici toda la vida o tener que soportar a Juan Luis y pelearse con la Rocío que dice que vuelva corriendo a casa.
No quiero tener que hacer más que ellos para ocupar espacios que deberían ser nuestros y no solo suyos. Pero sin embargo, aquí estamos. Porque no queremos estar delgadas, Juan Luis, queremos coger pesas de 20 kilos y estar mamadisimas. No queremos tener que convencer a las amigas que nunca ves para poder hacer ese viaje que siempre has querido hacer. Ni tener que sacar a tu novio de casa cada vez que te apetece ver en el cine esa película que él no entendería.
Y estaría muy bien que todas estas cosas fueran tan sencillas como respirar, que fueran intrínsecas y no se cuestionaran. Pero se hacen, se cuestionan. Todavía hay espacios que no nos pertenecen y todavía hay luchas que hay que sufrir.
Estamos hartas de ser unas sufridoras, pero espero al menos que mi sufrimiento valga para que otras mujeres después que yo puedan abrir las piernas en el metro.
O donde les dé la gana.
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