Por: José Antonio Figueras Flores
El autor (derecha) y sus primos en su pueblo natal.
Yo crecí en un pueblo de Toledo llamado Cebolla. Cebolla supuso para mí una experiencia complicada. Allí estuve viviendo hasta los 15 años, cuando me mudé a Illescas, otro sitio de Toledo. Cebolla es un pueblo de unos tres mil habitantes al lado de Talavera de la Reina. No tiene muchos lugares de interés. Tiene muchas cuestas, la Iglesia con la mayor cantidad de mármol de la provincia (eso sí que lo recomiendo visitar), y un arroyo seco. Poco más.
Realmente mi infancia fue buena, pues típica infancia de pueblo: me iba al arroyo con mis primos, salía a dar una vuelta con la bici, jugaba al fútbol y a la Nintendo DS. Los problemas comenzaron cuando empecé a ir al instituto, (sí, aunque sea pequeño, Cebolla tiene uno). Cuando estaba en el colegio me juntaba principalmente con un chico con el que quedaba todas las semanas, además, tenía otros amigos del fútbol o de clase. En primero de la ESO comencé a juntarme con otro grupo de gente, y empecé a juntarme cada vez menos con mi amigo.
Estas nuevas personas comenzaron a tomarla con mi amigo. Le llamaban para reírse de él o le retiraban el saludo. Yo la verdad es que no hice mucho por evitarlo. Al final, esto se acabó porque se lo dijo a su madre después de que usaran mi móvil para escribirle mensajes muy dolorosos. Como ya dije, yo no participé activamente en ello, pero tampoco hice nada para evitarlo e incluso dejé que usaran mi móvil. No tengo excusa.
A partir de aquí el siguiente objetivo fui yo. Fue una época muy dura para mí, durante un año me destrozaron emocional y mentalmente. Realmente, empezó antes. En los primeros años del instituto era el hazmerreír del grupo y usaban cualquier cosa para dejarme mal. Al principio no era demasiado grave, pero poco a poco escaló. Me acuerdo el verano de 2014 en el que cada vez que salía con ellos acababa llorando. Había uno que era el peor, por algún motivo parecía que me odiara. Estuve los primeros 3 meses de tercero de la ESO sin salir con nadie, sólo iba al instituto, a kárate y a clases de inglés. En clase era un infierno, no podía decir nada sin que se me insultara y lloraba en muchos momentos. A partir de enero de 2015 comenzaron a mejorar las cosas, la actitud del chaval que más me insultaba cambió y no me hablaba. Los demás por algún motivo se relajaron, supongo que porque ya no iniciaba todo este chico. En septiembre de 2015 me mudé a Illescas.
Esto hizo que repugnara Cebolla. No he podido casi pisarlo estos años porque recordaba demasiados malos momentos cuando iba. Los primeros años desde que me mudé de allí prácticamente sólo iba porque quería seguir yendo a kárate los fines de semana. Pero cuando empecé la universidad dejé de ir. No obstante, estos dos últimos años me he dado cuenta de que ya no me duele ir a Cebolla. Una de las personas que participó en todo esto siempre pregunta por mí, me ha acogido en su grupo de amigos y quiere incluirme en planes cada vez que voy a Cebolla. Cuando vi en una fiesta al chico que más daño me hizo, no sentí nada, ni tristeza ni dolor.
Supongo que el tiempo y la reconstrucción de mis relaciones con algunas personas de allí han hecho que me olvide del dolor que me causaba todo lo que pasó. No me malinterpretéis, me acuerdo de lo que pasó. Durante muchos años ha condicionado mi forma de ser y de actuar, y en cierta manera lo sigue haciendo. Sin embargo, el daño que me producía ha desaparecido.
Esta pequeña introducción de mi vida me sirve para hablar del olvido de una manera positiva desde mi experiencia personal. A pesar de haber estado en un pozo, lo que se me ha quedado de Cebolla son los buenos recuerdos. El tiempo me ha ayudado, también he contado con el apoyo de mis amigos de Illescas, a los que les lleno la cabeza con mis rayadas cada dos por tres, pero siempre están para ayudarme. Sin ellos no hubiera sido posible. Es verdad que sigo sin casi ir, pero ahora es más por falta de tiempo y porque tengo poca conexión con el pueblo más allá de mis tíos, mi abuela y pocas personas más.
Ahora cuando paso por las calles de mi pueblo me acuerdo de todas las cosas buenas que me han pasado allí. Los malos momentos se han quedado como una cicatriz, sé que están ahí, pero se han desvanecido hasta el punto de que simplemente forman parte de mí, de mi historia. En Cebolla me acuerdo de cuando me regalaron la Wii, de mis cumpleaños con mis primos y mis amigos en mi casa, de cuando quedé tercero en el torneo de fútbol del pueblo. De mis abuelos que ya no están. Mi primer beso lo di en Illescas, pero bueno, sí que me viene en Cebolla el recuerdo de la primera chavalita que me hizo un poco de tilín. Y de los primeros descubrimientos de la adolescencia.
Muchas veces nos preocupamos del olvido. Nos preocupamos de olvidarnos de cómo éramos, de olvidarnos de alguien, de olvidarnos de algo. Pero el olvido también puede ser bueno. El olvido te ayuda a seguir hacia delante. Es complicado que las cosas sigan siendo las mismas siempre, incluso tú mismo—las relaciones y las cosas que siguen en tu vida mutan. Porque poco a poco, olvidas. Y lo que se olvida, da paso a nuevos recuerdos y emociones. Y, además, desde mi propia experiencia, los recuerdos más importantes se quedan, puede que sean malos, puede que sean buenos, pero en general se quedan lo bonito. Los recuerdos malos se curan con el tiempo y se quedan encajonados. Y vendrá una nueva sensación que los entierre, una persona que te ayude a superarlos o el mismo tiempo los enterrará. Y ahora, cuando paseo por Cebolla y miro a cada edificio, cada calle, y cada esquina en las que he estado, siento el agridulce que viene con el olvido, la pena por haberlo sufrido, la felicidad por haberlo superado, y la esperanza por los nuevos recuerdos.
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