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Eleonora Gonella

Flevit super illam

Por: Eleonora Gonella


¿Cuán “nuestra” puede considerarse una vida si hay un destino que la determina? (Foto del sitio web oficial del Museo del Prado).


—Una vez en la cúspide del monte de los Olivos, Jesús se baja del burro y camina descalzo sobre la piedra fría. Rodeado por los discípulos que le observaban expectantes y los curiosos impacientes, tiende las manos hacia un sol naciente, pero sus rayos se encuentran aún demasiado lejos y no pueden alcanzarle. Debajo de él puedes ver la ciudad de Jerusalén que, indecisa entre la noche y un nuevo día, sigue sin vida. Jesús no ha visto nunca algo tan devastador. ¿Cómo puede una ciudad tan grande no contar con la protección de una estrella, nuestra estrella? Es ahí que vuelve a tender los brazos hacia el sol, esta vez con más decisión. Si te fijas, parece que está intentando acelerar el amanecer, darle a Jerusalén un atisbo de esperanza, pero la luz se obstina a seguir con el ritmo natural de todas las cosas. Al fin y al cabo, ¿quién es él para mover los astros y establecer un nuevo ciclo en base a su voluntad? Rendido, mira la ciudad y llora sobre ella —el anciano hizo una pausa alargada, como si estuviera midiendo el impacto de sus palabras sobre la joven que le estaba escuchando —“videns civitatem flevit super illam”. De ahí el nombre del cuadro. 


La oyente permaneció callada. Escrutaba el horizonte de la pintura donde el sol, semi cubierto por unas inocuas nubes, aún conservaba un fulgor lunar. Pero brillaba más que cien soles, eso sí. Había sido cautivada por ese brillo nada más asomarse por la sala donde “Flevit Super Illam” se encontraba expuesto. La estrella resplandecía, llameaba cortante -pero su luz hoy rozaba la efimeridad, moribunda después de millones de años. La figura del nazareno, la más alta en el cuadro, tenía la cabeza casi agachada. 


  —Aquí Jesús se da cuenta de que la eternidad ya no respaldaba ese sol, y él bien sabe que nada que no sea eterno es bienvenido en el cielo. Ve la destrucción de Jerusalén reflejada en la estrella agonizante y la predice, por eso llora. ¿Qué te parece, Ángela?


Ángela sentía piedad por aquel Cristo, pero sentía aún más piedad por ese viejo que comentaba la obra apoyándose en un bastón de madera. Según lo que le había contado, venía todos los martes al Prado para admirar esa pintura de Simonet. 


  —Es el reflejo del egoísmo humano. Jesús no llora por la futura destrucción de Jerusalén: llora porque sabe que dentro de unos pocos días va a morir —afirmó ella, los ojos fijos sobre la expresión afligida del sujeto divino.  


El viejo sin nombre, ensombrecido, acarició con los dedos la cruz que llevaba al cuello, y a la vez la sala se sumía en un lúgubre murmullo de voces incomprensibles. La única luz procedía del sol naciente del cuadro. Si no conseguía iluminar Jerusalén, ¿cómo podría alcanzar ese insignificante rincón del Prado? Al hacerse esa pregunta, se percató de que los muros alrededor de ella habían desaparecido. La ciudad santa seguía lejana, aunque no tan lejana como cuando la observaba estática sobre el lienzo. Buscó su propia forma en el espacio, pero no encontró el cuerpo que probaría su efectiva presencia. A pesar de su ausencia material, percibía todo lo que antes le era imperceptible: la pesadez del aire, la aridez de la tierra, la devoción de los discípulos y la inquietud de quienes sólo habían venido a mirar a aquel que muchos llamaban mesías. Examinando la gente que componía ese grupo tan diverso fue cuando se dio cuenta de que Jesús la estaba mirando directamente a los ojos. ¿Podría estar mirándola, si ella no estaba físicamente ahí? Cierto es que era el único que había reparado en ella, probablemente porque era el único que podía saber que estaba ahí —¿sería ésta una prueba de la pletoricidad de su poder? Aquellos ojos oscuros, piedras miliares para millones de futuros fieles, transmitían culpa, no compasión. Nunca había sido creyente, pero se esperaba que al estar delante de una divinidad se sentiría mareada, atravesada por miles de años de omnipotencia. Sin embargo, el nazareno no la juzgaba, —puede que en realidad no supiera nada de ella—  sino que él era el que parecía querer ser juzgado. 


  —¿Me perdonarás? —preguntó el mesías mientras una tormenta de arena engullía Jerusalén. El grupo que le había acompañado hasta el monte de los Olivos lloraba con una musicalidad oscilante, algunos cantaban, otros contrastaban esa hermosa armonía renegando a Dios. 


  —Nadie sabrá tu secreto de hombre.


La ola de polvo cubrió el cielo encima de ellos. El sol, ofuscado, ahora parecía aún más enfermo. Los discípulos empezaron a sudar. Abrían y cerraban la boca como peces sin agua; uno cayó sobre la roca, seguido por los demás. Buscaron agarrarse con sus manos a los trajes de los curiosos que, inafectados, ya se estaban marchando. Ángela se acercó a uno de ellos, se agachó al suelo y vio que todo de él estaba cubierto de arena: desde los ojos hasta la lengua, parecía que llevaba cien años sumergido en la tierra. Intentaba escupirla, librarse de ese demonio sin vida, pero llevaba dentro un entero desierto. Pereció asfixiado sin emitir sonido ninguno. 


   —¿Por qué ellos mueren?


  —Porque creyeron en Dios, pero su dios se hizo ver como hombre. ¡Cuán poco debe de confiar el hombre en sí mismo para repudiar a un dios que muestre sentimientos humanos! —suspiró apenado, o tal vez decepcionado. Miró a su alrededor: los cuerpos convulsionantes ya habían empezado a volatilizarse, tomando parte de la gran nube que los envolvía.   


  —O demasiado confió Dios en un hombre, exigiéndole dirigirse impávido hacia la muerte —replicó la joven. Ese rostro, inconsciente de que sería esbozado por miles de pinceles, contrajo sus músculos. Apartó la mirada, buscando Jerusalén entre los vientos. 

  —Creado para ser mártir. Es extraño constatar ahora que el fin de mi creación es intrínseco a la muerte. Todos morimos, eso sí, pero no todos morimos en agonía. El dolor me aterra—volvió a posar la mirada sobre ella, —pero yo nací para sobrellevar la carga del sufrimiento humano. 


  —Aún puedes huir.


La montaña tembló brevemente bajo sus pies. 


  —Soy sólo una aproximación a la Idea de Dios creada por el mismo Dios —añadió siguiendo con sus reflexiones —el Padre me hizo hombre para que los hombres pudieran concebirle en sus mentes. Le dio a un hombre poderes divinos sin tener en cuenta que el mismo concepto de hombre implica la existencia de emociones, y que esas emociones se traducen en pensamientos, palabras y acciones. 


Entonces se encontraron otra vez en el Prado. El cuadro, delante de ellos, había cambiado: ahora mostraba sólo el paisaje que se veía desde el monte de los Olivos. De las personas que antes protagonizaban el lienzo no quedaba ni rastro. 


  —¿Qué fue de él? — preguntó Ángela. Supuso que ya no tenía sentido hablarle como si él fuese el hijo predilecto de Dios. Era evidente que nunca lo había sido. El que podría haber sido el salvador se giró hacia ella, encarando una ceja. Había desaparecido esa expresión de amargura que personificaba el deber del martirio. Ese ser milenario caminó hacia una puerta que llevaba a otra sala, y esperó a que la chica le siguiera. Al cruzarla, llegaron a una callejuela estrecha: los carros que la llenaban estaban galardonados de especias, joyas y sedas de todo tipo. El aire era otra vez denso, y el cielo que seguía víctima del ocre contrastaba con la brillantez de los carmesíes, púrpuras y turquesas del mercado. El hombre desapareció entre la multitud al doblar una esquina, y ella tuvo que atravesar una docena de paredes hasta llegar al interior del Templo.  


Jesús estaba arrodillado, la frente apoyada en el suelo. Si no lo hubiera tenido delante hace poco, pensaría que llevaba horas en esa posición -rezando, culpándose, pidiéndole perdón al Padre por fallarle- la razón nunca le quedaría clara. Como si hubiese esperado por ella, de repente se levantó y con la cabeza gacha salió por la puerta principal. Pasó entre dos guardias que llevaban la armadura romana, y el sacro silencio del templo dejó nuevamente espacio al alboroto del exterior. En el patio había una escalera que llevaba a las murallas que protegían el santuario, vigilada por soldados igual que la puerta. Cuando el que había sido mesías se acercó, le prohibieron el paso interponiendo sus escudos cuadrados. 


  —El Prefecto ha dado la orden de no dejar pasar a los civiles a las murallas —sentenció uno de los guardias. El yelmo le cubría media cara, por lo que Jesús no era capaz de mirarle a los ojos. Ese hombre imponente, sin embargo, bien veía al pobre vestido de trapos que no parecía tener la mínima intención de marcharse. 


  —¿No dejáis pasar a un hombre que va a morir?


El soldado abrió la boca, incómodo, sin encontrar ninguna respuesta adecuada. Ahí fue cuando habló el otro.


 —El Prefecto consideró necesario aumentar las medidas de seguridad por la llegada de ese nazareno que muchos llaman mesías. Se teme que sus seguidores puedan crear desórdenes en la ciudad.  


 —Parece ser que sois los últimos que creéis en él. Hoy ningún extranjero entró a Jerusalén aclamado como Rey. Además, ¿qué desórdenes puede provocar este cuerpo débil? —preguntó Jesús enseñando las manos huesudas. 


Los guardias se miraron hesitantes. Apartaron los escudos, y uno le hizo seña de que tendría poco tiempo. Jesús abrió las manos con gratitud y subió la escalera como si estuviera sopesando el significado de cada escalón. Al llegar arriba, caminó descalzo sobre la piedra ardiente. El romano que le había acompañado le observaba desinteresado; el nazareno miró al sol, e irritado corroboró que la ciudad, llena de vida, aún pendía en esa sombra perenne. Sabía que Jerusalén quedaría destruida, y sintió pena. Sabía que él moriría, y sintió dolor. El miedo que le producía la futura caída de esa urbe desconocida no era parangonable al terror que le surgía al pensar en su propia muerte, y sabiendo esto, lloró por segunda vez sobre la ciudad. Ya no por miedo, sino por rabia acompañada de una resignación cimental. 


  —Se acabó tu tiempo —declaró el soldado, pero al terminar su aviso el nazareno ya había dado un paso hacia el vacío. Abajo, una aureola roja se abría alrededor del cadáver, y la gente gritaba horrorizada; algunos por la sangre, otros por la posición innatural de los huesos, o incluso ambos. A Ángela esa vista le pareció más macabra que cualquier representación del Cristo crucificado, pero ya nadie lo escenificaría. ¿Valía verdaderamente la pena perpetuar la historia de un Dios que, aterrado por la incumbencia del sacrificio, había abandonado su deber de divinidad?


La respuesta la obtuvo cuando se sentó en el banco, a unos pocos metros de esa obra que había conocido antes como Flevit Super Illam. Ahora, carente de cualquier sujeto humano, sólo se llamaba Jerusalén vista desde el Monte de los Olivos


  —¿Entonces? —le preguntó el anciano. Notó que ya no tenía la cruz dorada entre los dedos. 


  —Vivió para su padre pero decidió el acto final de su vida. La idea de destino es en sí demasiado desmoralizadora, y él, que en cuanto dios podía redeterminar el curso de los hechos, eligió renunciar al suplicio —se puso de pie, —no creas que no le avergonzó mostrarse como hombre.

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