Por: Carlos Javier González del Rosario
El autor con su hermana en Las Cañadas.
Cuando estaba en secundaria nos mandaron a escribir una redacción sobre nuestra familia. No sabía muy bien cómo enfocarlo, así que opté por lo básico: describir quiénes la formaban, a qué se dedicaban mis padres, qué hacíamos los fines de semana…cosas tan cotidianas que uno ignora hasta que se pone a pensar en ellas.
Y es que a esa edad no se me pasaban por la cabeza ese tipo de cuestiones. Sí, estaba contento con mi familia, la quería y apreciaba la unión que existía entre nosotros, pero nunca me había parado a pensar en ello con profundidad y perspectiva. Yo simplemente nací y ahí estaban mis padres, mi hermana y los demás; que nos quisiéramos formaba parte de aquel contrato tácito titulado ‘ser una familia’.
Por ello no me molestaba en conocer a los adultos de mi familia, especialmente a mis padres: si se ponían a enseñarme fotos de, por ejemplo, cómo se construyó nuestra casa allá por los noventa, yo simplemente me iba. Es decir, ¿qué niño prefiere soportar una clase de historia familiar a estar viendo los dibujos?
Al final escribí algo sencillo, más o menos lo que he mencionado antes; sabía que era lo que la profesora quería leer, así que, una vez más, no me molesté en descubrir qué escondían aquellas personas con las que comparto apellido.
Saqué una buena nota, aunque no la máxima, hecho que, siendo un niño que todavía escribía las oes con coleta, me molestó. Me quedé después de clase a hablar con la profesora: quería saber por qué esa nota de un solo dígito y no de dos.
— Repites mucho —me parece que dijo—. Por ejemplo, usas la palabra ‘casa’ bastante a menudo.
— No sabía qué sinónimo poner —contesté orgulloso de poder emplear la palabra sinónimo en una situación tan pertinente—. ¿Qué tendría que haber escrito? ¿Hogar?
— No, hogar no es sinónimo de casa. Hay una diferencia muy grande.
Le pregunté cuál era esa famosa diferencia, pero me respondió con evasivas. Al final no le di más vueltas y me fui convencido que mi profesora no tenía razón: casa y hogar son sinónimos y, si alguien duda, que lo busque en un diccionario—estoy seguro de que me dará la razón.
Pasó el tiempo. Las tallas de mi ropa aumentaron, me empezó a salir vello en la cara, mi caligrafía se tornó más adulta —ahora escribo las oes como un cero achatado— y, en definitiva, fui erigiendo mi camino vital.
Con los años me fui aficionando a la literatura y a los idiomas. Tuve la suerte de continuar mi educación en el extranjero por unos meses, una experiencia que germinaría más tarde en fantasear con la idea de entrar en una carrera filológica en la universidad, sueño que se hizo realidad años más tarde.
Leí y escribí mucho. Diccionarios, libros, novelas… entablé amistades de papel con cada día que pasaba. También, como es natural, aprendí nuevas palabras en inglés y español: era capaz de expresarme con una precisión saetera y, si me apetecía pecar de dictador lingüístico, también podía articular oraciones de una complejidad kafkiana.
Sin embargo, a pesar de haber cultivado pingües conocimientos en literatura y lingüística, seguía sin conocer la diferencia entre hogar y casa.
Volví a viajar, esta vez a otro país y sin más compañía que una bicicleta de segunda mano que me vendieron a precio de primera mano nada más llegar. Vivía en un cuarto con complejo de trastero, compraba alimentos de dudosa calidad y sabor, experimenté un frío siberiano aun no estando en Siberia y aprendí a chapurrear un idioma que nunca sentí mío.
Los días pasaban lentos a la par que rápidos, no sé cómo explicarlo. El clima, como he dicho, era frío. La gente, también. La situación en aquel momento tampoco era la adecuada para crear o estrechar vínculos: mi introversión más las mascarillas multiplicas por la barrera del idioma dieron como resultado una imposibilidad creada por mí mismo de conocer otra gente. Además, para romper barreras con los demás primero hay que romperlas con uno mismo, cosa que me resultaba imposible. Qué gran ironía: alardear de conocer tantas palabras y luego no utilizarlas con nadie.
En noviembre caí gravemente enfermo. Era la primera vez que me pasaba algo así, y, para más inri, me encontraba solo. Hablar con mis padres, algo que de pequeño solía evitar, se convirtió en mi momento favorito del día. Siempre me he considerado una persona independiente y que se sabe valer por sí misma. Fantaseaba con la idea de salir a comerme el mundo, graduarme de aquella escuela llamada casa y, a partir de ahí, construir mi propio camino; no necesitaba aquello con lo que había convivido desde que tengo uso de razón. Pero en aquellos días me encontraba a mí mismo echando de menos cosas tan cotidianas como el perfume de mi madre, los boleros que siempre ponen en las fiestas municipales, el mar e incluso las blasfemias de mi vecino.
Pasaron los días y la enfermedad se agravó hasta tal punto que tuvieron que ingresarme durante doce días de los cuales solo recuerdo nueve. Perdí aproximadamente el diez por ciento de mi peso corporal, tardé varios días en volver a hablar con soltura y me tenían que dar de comer porque yo era incapaz de hacerlo por mí mismo. Lo mismo ocurría cuando me tocaba bañarme o cuando tenía que hacer…mis necesidades.
Tras aquella epopeya que parecía no tener fin, recibí el alta a finales de noviembre. Mis padres tuvieron que venir a recogerme. Mi madre, llorando, vino corriendo hacia mí cuando me vio. Yo hubiese hecho lo mismo si hubiese tenido fuerzas para correr o facilidad para llorar.
Nos quedamos varios días en una residencia de estudiantes hasta que toda la burocracia pertinente para volver se tramitase, desde regalar mi bicicleta hasta comprar los billetes de tren y de avión.
Finalmente, en vísperas del último mes del año, volvimos a Tenerife. Mi hermana, la cual había tramitado prácticamente todo desde la isla, nos recogió en el aeropuerto; la escena que habíamos protagonizado a finales de verano se repetía a finales de otoño pero a la inversa.
Llegamos a mi pueblo, luego a mi barrio, luego a mi calle y, por último, a mi casa.
Los cuatro nos sentamos en el sofá de la sala. Nos invadía una mezcla de zozobra, alivio y alegría. Aquello nos había marcado, y los cuatro lo sabíamos. Aunque en ese momento lo único que importaba es que la familia volvía a estar junta.
He vuelto a casa, dije para mí.
Inmediatamente después, me di cuenta de una cosa.
Recordé aquel día: aquella redacción, aquella profesora, aquellos sinónimos que no eran sinónimos.
Y fue ahí cuando lo entendí. La diferencia entre hogar y casa. Tan sencilla y a la vez tan complicada. Un matiz tan pequeño que casi es invisible.
Sonreí, me disculpé mentalmente con aquella sabia profesora y cerré los ojos con la certeza de que aquel era mi verdadero hogar.
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