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Inamorata

Por: Leopoldo Albarracín-Castañeyra y Medina


Después de caminar hasta consumir todas las fuerzas y beber la última gota de agua que me quedaba, caí al suelo arenoso, tan caliente que sentí un escalofrío. Pasa cuando tu cuerpo se queda sin recursos e intenta asustarte para que, sin éxito, salgas de ahí.


Paisaje desértico por donde podría estar perdido nuestro protagonista.


Llegado a ese punto no estaba seguro de lo que estaba pasando, todo estaba mezclado y confuso. Mi piel cociéndose bajo aquel sol infernal, ruidos de animales que no estaban ahí, música y sonidos familiares —todo a la vez. De pronto, noté como si una ola muy suave llegara a tocarme. Pensarán que estaba alucinando, yo también lo creía, ya les dije que nada era claro en ese momento. Mágicamente, se reunieron nuevas fuerzas dentro de mi (ya saben, el agua es vida). Gracias a esto pude abrir los ojos.


Ahora todo estaba oscuro, las estrellas estaban en el suelo en lugar de en el cielo y en frente a mi se veía una forma de humano que caminaba sin prisa hacia mí. Naturalmente, habría salido corriendo si hubiese podido, pero mi cuerpo no respondía ninguna orden, se parecía a una parálisis del sueño. Si les digo la verdad, tampoco tenía miedo, no sabría cómo explicarlo, pero estaba tranquilo.


Poco a poco la figura se iba definiendo, tenía luz propia, mientras yo la seguía impávido con los ojos clavados en ella. Tenía forma femenina, muy espigada y cabello largo, eso puedo asegurarlo. Siguió avanzando hasta estar a escasos metros de mí, cuando detuvo su camino y me miró fijamente. Tras unos segundos en los que pude apreciar los detalles de su fantasmagórico cuerpo, y esos ojos que brillaban como el sol de aquel desierto, me tendió la mano, venía buscándome. Como si de repente hubiese recuperado todas las fuerzas que me faltaban, me pude poner de pie y coger su mano. Después seguimos caminando por donde ella había venido hasta que el tiempo dejó de tener sentido. Y mientras se borraba el horizonte y el resto de mi visión, no sentí ni miedo ni tristeza—solamente paz.


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