Por: Daniel Santos
En busca de su mayor enemigo.
En el llano unos pasos resonaban. Juan Remedios se agachó al reconocer las huellas del malnacido al que perseguía. El mismo hijo de mala madre con el que tantas agradables y fructíferas pláticas había tenido. “Te encontraré, maldito bastardo, y en el momento que te encuentre te mandaré directito con la fulana de tu madre”. El cazador expandió sus fosas nasales, regodeándose en el placer que le esperaba al darle muerte a su ya declarado enemigo. Seguía agachado contemplando la marca del pie descalzo de Rómulo Cuajey, que permanecía inmutable. “Tantas veces que te presté dinero, y ni unos míseros zapatos fuiste capaz de comprarte, rata inmunda” pensó mientras se quitaba el sombrero, y se acariciaba el cráneo con su mano derecha, acompañada la caricia de un soplido de cansancio que contenía la muerte de diez años de amistad.
Juan Remedios se levantó con lentitud a la par que se colocaba el sombrero de ala ancha de nuevo. Erguía su figura y arrugaba la mirada ante el vasto llano para poder discernir qué rumbo había tomado el desgraciado de Cuajey. La facha de Remedios reflejaba una paciencia extrema, que había heredado de su padre. Sus ojos azules, el hoyuelo en el mentón, sus anchos hombros, la barba rala de varios días y el pelo rizado entrecano que le cubría los laterales de la cabeza le daban aspecto de hombre rudo, que escudriña todo lo que acontece a su alrededor. Miraba en dirección a Turca, la montaña que cubría la aldea de Santo Tomás. “Seguramente quiera coger el carro de mediodía en dirección al puerto” maquinaba mientras comprendía por la altura del sol que debía de faltar una media hora para el mediodía. Aligeró el paso, agarrando fuerte la cuerda del rifle que portaba al hombro. Su trote era melódico, clavando los clavos de sus botines en la tierra, seca y ansiosa por sentir el calor de la sangre sobre su superficie. Apenas había vegetación en el llano, y Santo Tomás era el único poblado habitado a kilómetros a la redonda. Alguna perdiz merodeaba por la Turca, pero poco más. Solo había calor. Sol, tierra y pedruscos donde se refugiaban los lagartos, espectadores sumisos del espectáculo vergonzoso que las lascivas y degeneradas pasiones humanas acababan de desencadenar. La respiración de Juan Remedios era acompasada, coordinada con la pulcritud de sus pasos al correr. De pronto, tosió. Tosió y escupió saliva alcanzando una ramilla seca de las plantas mustias que el cazador salta en su camino.
“Esos imbéciles de la guardia urbana, no moverán un dedo por hacer justicia a mi familia. Porque no les ha pasado a ellos, por eso. Están ahí como si no estuvieran, con su inútil papeleo. El papeleo y la tramitación solo le dan tiempo al malhechor para huir y esconderse. La Justicia no solo es ciega, sino que es bien torpe. Pero aquí estoy yo, con mi dedo ansioso por apretar el gatillo. A balazos es que se restablece la paz. No hay otra manera”. Juan Remedios acogía con gusto estos pensamientos y les daba paso para que le mantuvieran el hervor de la sangre. Cruzó el cerrito en cuya cueva murió aprehendido Tomás Inquino, por robarle dos gallinas a los señores de Narváez. Remedios estuvo presente por una mera casualidad, y su silencio fue comprado con amenazas y con un trabajito en la villa de los señores. “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra, porque todos somos malhechores a nuestra manera”.
El sudor brotaba de sus poros y el jadeo era intermitente, pero Juan Remedios seguía el trote. Se aproximaba a la Turca, que se hacía más grande a sus añiles ojos. Volvió a toser y volvió a escupir. También se detuvo en seco, algo había atisbado. Apuntó su arma hacia una mancha negra que estaba en el suelo, cerca de una roca menuda y gastada por el paso del tiempo. Remedios se acercó, preguntándose qué suerte de fiera sería aquella. No era tal, simplemente era una chaqueta de pana oscura y raída, pero que pertenecía a Rómulo Cuajey. Sí, estaba seguro de habérsela visto en la taberna en los días de dominó. Se la había visto cuando se fajó con los dos tipos grandotes que casi lo matan. Remedios puso sus mejillas al servicio de los golpes que le propinaban al que consideraba su amigo.
“Ironías del destino, dejarme romper la boca por defender al truhan al que hoy quiero dar caza”, pensó Remedios sin dejar de apuntar el cañón de su rifle al trapo maloliente que era presa del polvo del camino. Como si estuviera viendo a Cuajey. Por poco no gasta una bala atacando a la prenda que le transportaba a sus ya amargos recuerdos. “Debe de haberla dejado del calor y por la prisa no pudo esconderla bien. Cobarde que huye sin tino, como las alimañas”. Y de pronto, se relajó. Se pasó la mano por el rostro batiendo el sudor y se sentó en la roca adyacente a la chaqueta. Inclinó su espalda, cruzó sus brazos sobre sus rodillas y sintió el aire de su respiración enredarse en el pelaje del pecho que asomaba de su camisa entreabierta. “Hoy no hay carro al mediodía, hoy no sale absolutamente nada ni nadie de Santo Tomás”. Miraba al suelo y saboreaba ese instante de calma que le daba el saber que tenía acorralada a su presa. Y continuó haciéndose preguntas. ¿Cómo había llegado a esto? Estaba cansado de estar siempre alerta ante el desagravio, aunque la vida le había dado sobrados motivos para estarlo. Juan Remedios era presa de la desolación, pero debía correr a hacer lo que debía hacer. Darle castigo a Rómulo Cuajey.
***
Rómulo Cuajey era un hombre querido y odiado a partes iguales por los habitantes de San Juan Bautista. Había regresado de Puerto Rico haría unos quince años, después de que sus abuelos emigraron hace cincuenta. Su apellido real era Sanjurjo, pero todos lo conocían como Rómulo Cuajey por herencia de sus ancestros, que se establecieron en el poblado de Cayey de la tierra borincana. Así la oralidad había deformado el Cayey, transformándolo en Cuajey. Era feo, bastante feo, pero estaba dotado de una gran picardía y de un gran sentido del humor. Siempre hacía reír a los demás con sus bromas, por lo que era querido. Pero al mismo tiempo, siempre sobrepasaba el límite hasta llegar a ofender a sus interlocutores con sus chistes. Aunque muchas veces estaba metido en líos por este motivo, siempre fue querido por Juan Remedios, que lo llegó a considerar un hermano. Eran habituales las visitas de Cuajey a la morada de Remedios, donde se sentaban en la mesa de la cocina y comían junto a la esposa de este último, Evelia Nicanor. Cuajey no tenía hermanos y sus padres murieron a poco de regresar de Puerto Rico, así que estaba solo en el mundo. Remedios y Nicanor fueron su bálsamo en medio de una vida sin pena ni gloria, cobijándolo con el calor de una sincera amistad. Pero todo cambió hace dos noches.
Juan Remedios dio un sobresalto, se había quedado dormido y se encontró al despertarse sentado en la tierra con la espalda apoyada en la roca. Echó mano rápido del rifle y se puso en pie velozmente. Observando el sol, calculó que debió haber dormido diez minutos. Se puso de nuevo en marcha, dándole antes una patada a la mugrosa chaqueta de Cuajey.
Siguió avanzando, esta vez a paso lento, sintiendo como la brisa perfilaba sus ya de por sí afilados pómulos. Alcanzó la ladera que se erguía colindante a la Turca, desde donde se podía atisbar con ojo de halcón la aldea de Santo Tomás. Lo tomó como una primera aproximación hacia el lugar donde se dirigía, y donde esperaba encontrar a Cuajey. Oteó rápidamente la aldea, que estaba partida en dos simétricas mitades por una carretera general que marcaba la entrada y la salida. La primera impresión de Remedios fue de agridulce sorpresa. No veía a absolutamente nadie por la carretera general, la cual normalmente estaba atestada a esa hora de vendedores, cambulloneros y contrabandistas. Pescados de todos los mares, carnes de las más exquisitas reses y especias venidas de oriente siempre estaban pasando de manos entre los viandantes de la carretera general de Santo Tomás. Al ser martes, y al no salir carros desde las cocheras hacia las otras aldeas de la región ese día, era de esperar que el gentío que transitase Santo Tomás menguase, pero no hasta el punto de desaparecer.
Esa estampa asustó de manera inexplicable a Remedios. Había algo que se le escapaba a su control. A su entendimiento, a su raciocinio.
“Qué demonios, bajemos a ver qué pasa” se dijo en un susurro. La voz trémula que escuchó salir de sus labios le recordó que debía mantenerse alerta, nunca bajar la guardia. Al dar unos pasos para descender desde la ladera, la roca que estaba en el borde que pisaba se derrumbó, cayendo Juan Remedios con ella.
Rodó ladera abajo como un amasijo de trastos viejos, teniendo la sensación de ser por un instante como los destartalados y avejentados utensilios domésticos cuando la mella del tiempo los oxida. Aterrizó boca arriba frente a la entrada de Santo Tomás, donde su mirada se fundía con el cielo a la vez que los huesos de su espalda se dejaban acariciar por un onomatopéyico crac. Resopló y siguió observando el cielo en la posición imperturbable en que la caída lo había dejado. El sol se había esfumado, siendo opacado por un rebaño de densas nubes oscuras. Se avecinaba tormenta. Nunca había visto Juan Remedios un cambio tan brusco en el cielo. Con los cinco sentidos alerta, recogió su rifle, que había caído a dos metros de él, y se dispuso a adentrarse en la aldea para enfrentar su destino. Enfiló la carretera general empuñando el rifle y apuntando por si veía a su presa. Vista a ras de suelo, la imagen fantasmagórica de la carretera general era aún más estremecedora que vista desde la ladera. Una neblina rastrera, que le sumergía las rodillas, recorría toda la avenida. No se divisaba un alma, ni había rastro alguno de puestos de comercio. Las manos de Juan Remedios llegaron a temblar ante la conmoción de no saber qué ocurría. Avanzó lentamente, apegado a la derecha de la carretera, para evitar ser visto desde los tejados.
Cuando llegó al cruce de la droguería, justo al frente de la plaza de la iglesia, se detuvo. Tenía la sensación de que estaba siendo observado. En ese instante, una ráfaga de viento huracanado que venía de su izquierda, le golpeó la cara y lo desplazó medio metro de su posición. Seguidamente, se oyó el estruendo de un disparo. Juan Remedios fue alcanzado en su muslo derecho. Se arrodilló y lanzó un alarido de dolor. Volvió rápidamente en sí para averiguar de dónde procedía el disparo. De la boquilla de una carabina escondida en el pilar de la iglesia que daba a la calle, salió humo. La misteriosa figura escondida tras el humo daba un paso al costado. Era Rómulo Cuajey, que seguía apuntando a Juan Remedios. El cazador herido rodó y se escondió tras unos barriles de vino que estaban apostados frente a la droguería.
-No hay por qué esconderse, Juan. Si hubiera querido matarte te hubiera apuntado a la cabeza.
-No sabía que fueras buen tirador, rata inmunda. Pero te diré que hiciste mal en no matarme, porque ese error te costará la vida a ti.
- ¿Por qué lo has hecho, Juan?
- ¿Hacer el qué?
-Llevar esto tan lejos.
-Tú fuiste quien me traicionaste intentando abusar de mi mujer, maldito hijo de puta.
-Yo no intenté abusar de tu mujer Juan, te equivocas. Ni siquiera aquí eres capaz de ver las cosas con claridad. Tú fuiste quien intentó forzar a tu propia mujer al llegar borracho de la taberna. Tú fuiste quien la golpeó y quien se enzarzó conmigo cuando intenté intervenir. La bebida siempre ha sido tu problema Juan, desfigurando la realidad en tu mente. Pero jamás llegué a pensar que fueras tan lejos.
Juan Remedios se levantó de su escondite apuntando.
-¡Mentira! ¡Pura mentira para salvar tu vida!
-Ya no podemos salvar ninguna vida Juan. Ya estamos muertos. Ambos morimos cuando nos enfrentamos. Tú me acuchillaste y yo te clavé un trozo afilado de la vasija que te rompí en la cabeza. Ya estamos muertos.
Juan Remedios disparó a la cabeza de su enemigo y lo vio caer. Cojeando se acercó hacia el lugar del crimen, solo para comprobar que no había ni rastro del cadáver de Rómulo Cuajey.
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