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Anónima

La caída de un ángel

Por: Anónima

Atardecer de invierno en Míchigan, tomada tres semanas después de terminar la relación.


Esta es la historia de cómo aprendí lo que es el amor. Esta es la historia de cómo me caí del cielo. Si, soy un ángel. Y no, no es presunción decir que lo soy. Se que es verdad, porque si no lo fuera, la caída no habría dolido tanto. Pero cuando me topé a la persona que me forzó a ver mi poder, aún no les hallaba forma a mis alas. En ese entonces no sabía que no vería mi luz hasta tocar el mismísimo infierno.

Tenía dieciocho años, él, veinte. Nos conocimos a través de unos amigos de la preparatoria, y daba la casualidad de que yo iba a empezar mi primer año del grado en la misma universidad en la que él estaba. Yo tenía novio y no le di mucha importancia a esas conversaciones que teníamos ya entrada la noche, después de unos tragos, cuando nos encontrábamos en una fiesta. Así pasó el último verano que pasé en mi pueblo, fiesta tras fiesta, lleno de madrugadas viendo las estrellas y hablando de sus clases de astrofísica.

Le perdí la pista durante varios meses, pero en el otoño, cuando corrió el rumor de que había terminado con mi novio, me contactó inmediatamente. Fue entonces que ignoré la primera señal de que algo no andaba bien. Comenzamos a mensajear con frecuencia, y a pesar de que le había dicho que no estaba interesada en algo más que una amistad, no me dejó de insistir en que saliéramos a cenar. Accedí después de dos o tres días de hostigamiento, pero en ese entonces no lo vi como algo preocupante. Pensé que era una oportunidad para explorar y divertirme, y la verdad es que me hacía sentir muy bien que estuviera tan interesado en mí. Fuimos a un restaurante de sushi, y al acabar de comer me preguntó si quería ver una película en su casa, y le dije que sí.


Esa noche, durante la película él se acercó demasiado, me abrazó por detrás, y me dijo que me quería. Me susurró al oído que era la mujer más hermosa que había visto, y me suplicó que me quedara a dormir. Recuerdo que me sentí confundida: halagada e incómoda a la vez. Pero todo lo que decía era tan dulce, y había oído tantas veces que eso era el amor, que me dejé llevar. Le dije que sí, que me quedaría en su cama. Entonces así, sin saberlo, cambié de dirección y me adentré en el camino que me llevaría a tocar fondo.

Me mostré acomedida y eso marcó el principio de mi caída. Con ese permiso (inconscientemente dado) él comenzó a construir una burbuja donde todo era color de rosa. Hablaba del universo como si fuera capaz de tomar la luna en sus manos y regalármela entera. Tocaba la puerta de mi casa por la noche, cargando con leche y galletas, cuando le decía que tenía que madrugar estudiando. Me llevaba a mis clases en su coche en invierno. Compraba entradas para los conciertos de mis bandas favoritas cuando pasaban por Michigan en sus tours, aunque tuviera que manejar dos o tres horas para llegar. Siempre tenía mi cereal favorito en su casa para cuando yo estuviera. Me componía canciones en su guitarra. Me decía que yo era lo más preciado para él, que nada importaba más que lo que teníamos. Que lo nuestro era único e irremplazable. Que habíamos encontrado eso que la gente dura toda la vida buscando: un alma gemela.

Así fue como mi alma gemela siguió con su proyecto de manipulación. Él sabía que mientras estuviera dentro de esa burbuja color de rosa, estaríamos bien. Mientras me mantuviera dentro, vería todo como él quería que lo viera. Así fue como su estadía en el hospital después de un intento de suicidio se convirtió en una exageración de sus amigos (que habían llamado a la ambulancia después de encontrarlo borracho e inconsciente). Sus malas notas se transformaron en la ineptitud de sus maestros. Siempre decía que la actitud indiferente de los profesores hacia él no le permitía aprender bien. Su aislamiento social tomó la forma de un amigo, que siempre estuvo celoso de él y convenció a todos los demás a que dejaran de hablarle.

En esa burbuja bajé al valle del infierno, viendo a mi vida y al cielo alejarse sin poder hacer nada. Pero con el tiempo comenzó a ser más difícil contenerme, y así aparecieron las grietas en ese mundo perfecto. Comenzamos a pelear mucho. Yo le pedía espacio. El me decía que no era posible, que estábamos tan conectados que si nos alejamos, moriríamos. Yo sentía que él quería entrar en mi y ponerse mi piel como abrigo. Sentía que quería ser aire para entrar en mis pulmones. Que quería ser sudor para acariciar cada rincón de mi cuerpo. Sentía que él quería separarme de mi.

Un año después de comenzar nuestra relación, fui a hacer unas prácticas a otra ciudad. Estaba lejos de donde él vivía, así que pensé que al fin podría tener mi espacio. Quería salir con amigos, conocer gente, dedicarme a mis hobbies, y reencontrarme. Traté de cortarlo pero comenzó a llorar y a decirme que no sobreviviría sin mí. Me decía que nadie más me amaría como él, que nadie me entendería como él, que el mundo estaba en nuestra contra y que sin él la vida me aplastaría. Simplemente no era posible, decía. No era posible que lo despreciara de esa manera, y menos cuando lo único que él hacía era amarme. Al fin me fui a las prácticas, pero él estuvo ahí, como presencia constante cada noche al teléfono y cada fin de semana de visita.

Después de ese verano, las grietas de la burbuja empezaron a crecer desenfrenadas. Yo salía con amigos o atendía a mis actividades extracurriculares, él me decía que estaba muy ocupada y no tenía tiempo para él. Yo le decía que ya no se drogara más, él me decía que era lo único que tenía para sí mismo. Yo le decía que necesitaba mejorar sus notas, él me decía que nada era suficiente para mí y que por qué quería cambiarlo.

La relación siguió empeorando hasta que un día, al parecer de la nada, finalmente pasó: la burbuja reventó. Era un día de invierno, de esos grises y ventosos en los que el frío te entra hasta los huesos. El llevaba dos cuatrimestres en “prueba” con la universidad. Había reprobado dos clases y su promedio era demasiado bajo. La escuela le dio un ultimátum: o subía sus notas o lo expulsaban.

Yo le había ayudado a organizarse en agosto. Compramos una agenda y apuntamos todas sus fechas de entrega. Ese día él me recogió del trabajo en su coche. No recuerdo la hora exacta, pero sí la oscuridad. Cuando subí al coche lo encontré llorando. Había perdido un examen. Apuntó la fecha mal. Pensaba que el examen era al día siguiente. Me dijo que al no presentar el examen, iba a reprobar la clase. Lo abracé y le dije que hablara con el profesor, que seguro había algo que podíamos hacer.

Él dijo que no, que todo estaba perdido. Dijo que había hablado con un conocido y conseguido droga. Quería dejar todo esto atrás. Alucinar hasta el olvido. Le dije que aún no era hora de darse por vencido y me dijo que no importaba. Le dije que con esto no lo apoyaría. Contestó que no era posible que yo fuera tan cruel en ese momento tan vulnerable para él.

Le dije que era la última vez. Que si él no se hacía responsable de sí mismo, yo tampoco le ayudaría. Lloró, gritó, pero se rehusó a ver la realidad. Entonces la burbuja cayó en mil pedacitos. Pero yo me quede suspendida en el aire, llena de miedo e incertidumbre. Pensaba que finalmente había llegado el momento y que lo que él me había dicho se hacía verdad. Comencé a caer descontroladamente, sin poder controlar lo que me estaba pasando.

Dure semanas así: sin comer, sin dormir y llorando. Seguía cayendo al precipicio. Hasta que una mañana me desperté y sentí el calor del sol en mi cara. Me levanté y al fin pude ver quien era y me di cuenta de lo que quería. Ese calor no era el infierno. Era el calor del amor verdadero, ese incondicional. El de mi familia, mis amigos y el más importante: el que descubrí dentro de mí. Todo lo que él me había dicho era mentira. Afuera de la burbuja no había dolor ni abandono. Afuera de esa burbuja estaba mi poder. Estaban mis alas. Yo era ese ser mágico y poderoso lleno de bondad, de luz y de armonía.


Toqué mis alas y simplemente comencé a volar. Conforme más me alejaba, más fuerte y ligera me sentía. Podía respirar. Era libre.


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