Por: Walter Arma Cáceres
La última playa que visitaron juntos el autor y su abuela.
Un suave aroma a café recién hecho me trae de vuelta a la realidad. Son apenas las siete de la mañana, pero ya es momento de despertarse. Mi abuela toca suavemente la puerta para recordarme que ya es la hora, que perderé la guagua si no me levanto. Aún sigo con sueño e intento girarme hacia la pared, pero ella ya ha abierto las persianas. Pequeños halos de luz entran por las rendijas. Escucho a mi abuela susurrar de nuevo, que me apresure, que ya es tarde. Abro los ojos para darle los buenos días, pero ella ya no está.
Me despierto en mi cuarto. Tengo casi veintidós años, ya no está mi abuela conmigo para despertarme cada mañana. Ya no vivimos juntos, pero su recuerdo me abraza suavemente, de vez en cuando, cada amanecer. Su incienso de sándalo para limpiar las malas energías, sus velas para dar luz en nuestro camino y la media taza de leche con cacao—apenas tengo apetito por las mañanas—son cosas que, aún después de casi siete años, sigo echando de menos.
Recuerdo su voz contándome historias sobre mis tíos—como cuando mi tío se perdió en el pueblo y resultó estar toda la tarde esperando en el garaje; o cuando mi tía se llevó el coche de mi abuelo sin tener aún el carnet.— Recuerdo ser su único apoyo cuando el mundo se giraba en su contra, cuando mi abuelo no era capaz de entenderla, o cuando necesitaba a alguien para contarle todo lo que había aprendido sobre el tarot y la astrología. Le doy forma a recuerdos que parecen haberse materializado ayer mismo: conversaciones que teníamos mientras cenábamos infusiones de mil hierbas y más con algunas tostadas caseras, que hacíamos en el horno con una receta de mi tatarabuela.
Las tradiciones, al fin y al cabo, son hábitos realizados en comunidad que acaban convirtiéndose en modelo —que acaban por parecer fijos en el tiempo, inmutables. Pero en mí sí lo son. Son tradiciones que compartí con mi abuela y espero hacer algún día con mis seres queridos. Es difícil pensar en ello sin que un abanico de sensaciones agite mi estómago, o que alguna lágrima de zafiro recorra mi mejilla. Pero el tiempo avanza, y solo la tradición de lo que una vez fue reside en mí.
Mi abuela y yo creamos muchas tradiciones. Algunas tan simples como ver series ambientadas en la antigua Inglaterra, dar paseos por la playa (vivíamos en un pueblo costero) o simplemente tomar un helado en un banco frente al mar. Otras son un tanto más personales, como aprender sobre sus ancestros, leer las runas, o incluso preparar amuletos para la familia.
No obstante, también rompimos muchas otras. Rompimos la tradición de ser criado por mi madre, ya que mi abuela adoptó su lugar. Se convirtió en mi bruja personal, mi hada madrina. Y, sin ninguna duda, es la tradición que mantendremos hasta el final.
Ahora, después de tanto tiempo, la tradición de estar juntos y vernos cada poco se ha disuelto un poco. Ha emprendido viajes nuevos y se encuentra de vuelta en la juventud, con el que fue su mayor apoyo del momento.
Yo siempre la llevo conmigo y sé que, aunque no tenga mucho tiempo para contárselo, sigue recordando nuestras tradiciones, nuestras costumbres. Que sigo encendiendo incienso cada mañana, que sigo encendiendo velas y que, tras cada acto, ella siempre está recordándome que, pase lo que pase, nuestra tradición siempre será nuestra.
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