Por: Pablo Felipe
La división de la vida en capítulos me parece terrorífica. Una noción del tiempo dividida por fascículos; pequeñas y grandes porciones de momentos, pisos, ciudades y personas que nos ayuden a darle un sentido y orden a nuestra vida. Hay algo de cinismo y mucho de necesidad de control en estas barreras mentales que nos legitiman a dejar personas atrás. Vínculos que, pese a haber significado mucho en algún momento, ahora nos vemos en la potestad de ignorar: –ya no preguntamos por aquel amigo que se la lió o el jefe que le puteaba– sus aspiraciones, barridas debajo de una alfombra de vergüenza. De alguna manera, nos permitimos el lujo de almacenarlos en ese archivador mental, un baúl de los recuerdos cubierto de polvo que no tocamos por miedo; una reacción alérgica que no es más que enfrentarnos a lo que éramos cuando habitábamos esos fragmentos de nuestra vida.
Pienso que esa vergüenza viene ligada al miedo de poder haberlo hecho mejor, resultando en envidia. Sin ir más lejos, llevo dos años sin ver al que fue un pilar fundamental durante media vida, y nada me jodería más que me contara que, en lugar de seguir el capítulo que está en mi cabeza (echarse novie, tener una casa y seguir con el doctorado), se haya vuelto a España, después de haber viajado por el mundo buscando curro, hecho un tatuaje en la espalda y un piercing en el pezón a juego.
De la misma manera, esta envidia se vuelve motor de cambio. Pienso que los capítulos vitales no dejan de ser excusas que nos lanzan a ser la persona a la que aspiramos. Nos motivan a mandar un mensaje que lleva en borradores medio año, cambiar de curro o dejar el gimnasio por quinta vez este año.
Si pienso un rato en estas barreras, todo me lleva a pensar que la mayoría de ellos terminan en tragedia. Y no me refiero únicamente a la muerte de un ser querido o a terminar una relación importante. Me refiero a la ilusión de un hijo que se independiza en contraste con el desolador sentimiento de un padre que ya no volverá a despertar a su hijo para ir a la universidad. La esperanza en el futuro contra la cáscara de una vida que ya no existe.
Jamás lloré tanto como cuando me dejó tirado en aquel soportal, o cuando ese taxi me recogió de mi residencia de Holanda de vuelta a la realidad. Y en medio de la vorágine de tristeza, cuando diviso el borde del precipicio que es el final de un capítulo y solo veo negrura, me encuentro a mi mismo reptando en el fango del tiempo. Removiendo entre ese amasijo de decisiones, me doy cuenta de que no hay un manual para cerrar capítulos, ni certezas absolutas que iluminen el camino. Solo queda seguir adelante con la esperanza de que en esa negrura, en ese abismo que tanto tememos, también habita la posibilidad de algo nuevo: un terreno fértil para reconstruirnos. Quizá nunca se trata de olvidar, sino de aprender a caminar con las cicatrices, con la incertidumbre de lo que viene y la certeza de lo que dejamos atrás.
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