Por: Estefanía Pérez Naranjo
Las tres vidas de la autora, dibujadas por ella.
A los dieciocho años cometí la mayor traición que uno puede obrar sobre su propio cuerpo y me suicidé.
Fue un suicidio sutil y pobremente ejecutado, de los que te mantienen con vida para que otros no te lloren. Porque ese es el problema de los suicidios sutiles de las niñas de dieciocho años: el cuerpo al que yo tanto deseaba traicionar era objeto de adoración de mis padres, de mi hermana, de mis amigos. No era mío para destruir.
El amor que otros profesaban por mi cuerpo solo rivalizaba con mi odio ferviente hacia él. Amaban mi cuerpo porque en mi cuerpo vivía yo y yo era un espejo en el que todos veían reflejado algo que les pertenecía. Mi madre veía en mí su juventud. Mi padre veía al bebé que no lloraba. Mi hermana veía al recipiente de sus confidencias y mis amigas se veían a ellas mismas, más guapas y más listas que nunca a través de mis ojos.
Un recuerdo, un eco, un cáliz, un espejo. Eso era yo: vacía y sin sustancia. Bajo mi piel solamente existía polvo, silencio y un espantoso olor a cerrado. Y como fachada de esa casa abandonada, mi cuerpo feo y mediocre, con sus pechos pequeños, sus brazos cubiertos de vello y su postura de animal acorralado.
Odiaba todo sobre él, desde el color de mis ojos hasta el hueco escondido detrás de mis rodillas. De noche solo dormía tumbada boca arriba, porque solo así mi vientre era plano. Mi cara era, sin duda, lo peor. Un montón de carne regordeta y aplastada con una constante expresión de incomodidad.
La decisión, aunque radical, era sencilla: yo tenía que morir.
Así que una noche soñé que agarraba el cuchillo, que saltaba hacia el vacío y apuraba el bote de pastillas. De todas las maneras posibles acabé conmigo misma, porque detestaba a esa niña débil, triste y fea. No me molesté en enterrarla. Abandoné su cuerpo en una habitación vacía y eché la llave para así yo poder seguir existiendo.
De esta manera, dejé de ser un edificio vacío para ser uno embrujado, cargando siempre con mi propio fantasma.
Años más tarde, me paro desnuda en el mismo espejo frente al que tantas veces deseé desaparecer, y no veo en él a una persona sino a dos. Mirándome a los ojos, mi cuerpo de veinticinco años sonríe. Su piel parece suave y su expresión es mi expresión: tranquila, fuerte, sana. Junto a él hay un cadáver que me mira con desesperación. Me dice "quiéreme aunque esté muerta".
Me dejo caer junto al cuerpo gris y medio podrido y estrecho hacia él mis brazos. Lo aprieto contra mi pecho, lo lleno de besos. "Te quiero, te quiero, te quiero." El cadáver y yo lloramos y ambos tenemos la misma cara. Nuestro reflejo es el de un animal mitológico con dos cabezas, una viva y otra muerta. Yo acaricio el cabello, tan largo, de la niña triste que fui y le suplico que me perdone, pero hay demasiados fantasmas entre nosotras, y todos demandan ser vistos.
Hay una niña en pijama que nos mira con ojos brillantes y labios temblorosos, haciendo un esfuerzo inmenso por no llorar. Lleva con ella un monito de peluche al que abraza contra su pecho como un escudo. Hay también una mujer adulta con las facciones sin terminar, como un boceto, y podría estar sonriendo como llorando porque su expresión es una constante incógnita entre la euforia y el pánico. Del mismo modo que la niña acuna a su monito y yo a mi cadáver, la mujer se abraza a sí misma con fuerza, como sufriendo la ausencia de un peso que no existe. Intento no verla, pues ella no ha ocurrido aún, y me centro en mis ojos, en el presente, y en disculparme con mi pasado. Trato de brindar sosiego al cadáver, jurándole que siempre fue hermosa. Miro a la niña, le digo que ella nunca tuvo la culpa de nada y le extiendo mi mano para que se una a nuestro abrazo. Su cuerpo pequeño encaja perfectamente entre mi vida y mi suicidio.
Así, con las tres juntas, apretadas hasta volver a ser un todo, el cadáver de mi cuerpo de dieciocho años parece más vivo, y la niña sonríe porque el miedo a llorar se ha desvanecido. El fantasma de la mujer adulta, y con ella mis miedos futuros, se retira silencioso. Este momento es del pasado y del presente reencontrándose, perdonándose.
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