By: Kyle Mayl
El catedral principal de Málaga, foto sacada por el autor.
Para la versión en español, desplázate hasta el final de la página.
They say that starting is the hardest part: a passion project, a new workout routine, breaking a bad habit. I think that's true, at least when it comes to transitioning to a new culture. The smallest everyday details that I took for granted in the United States–from the shape of the electrical outlets and toilets to the popular car brands, gestures I use, and the way I order food–changed all at once when I arrived in Málaga. Even the most basic tasks like printing papers and grocery shopping became exercises in linguistic and social gymnastics. Everyday life became a lot more tiring. During my first few days in the city, still recovering from jet lag, estaba hecho polvo. I was so exhausted, I felt ground to dust.
I like to think of transition, especially to a different language and culture, as an opportunity to strengthen new muscles. New sounds, new movements, new neural pathways. Fatigue is inevitable, will lessen over time, and is a sign of progress. If I’m not feeling at least some level of discomfort, I know I’m not growing. The weeks following the initial weariness have been filled with “training sessions,” some easier and more graceful than others.
When ordering a coffee, for example, I learned that café con leche often isn’t specific enough in Málaga. There are, in fact, nine different ways to order a coffee in the city according to your preferred espresso-milk ratio, from the milky nube to the straight-shot solo. The precision was initially jarring, but now I’ve come to appreciate the level of customization (or, let’s be honest, control) that such a scale affords. Now, my order is almost muscle memory: un mitad doble y cuatro madrileños, por favor.
Then there was the time when one of my American friends and I sat down at a bar, asked for two menús, and immediately received bread, ham, cheese, and chips. After thinking the waiter had misheard us or that we’d received someone else’s food, it hit me: menú refers to the daily “chef’s choice” of each joint, not the menu, which is carta. Which can also mean a letter, or a playing card. A bit confusing, right?
After over a month of training sessions like these, daily life doesn’t make me feel as sore as it once did. Literally. My feet were killing me after walking more in the first few weeks than I had in the last few months combined, but now a few miles per day feels like nothing. The same can be said about other aspects of the city. Navigating the city’s extensive bus system, dining options, and cultural sites, for example, is becoming second nature, although I still have much to learn. Of course, the rapid-fire, syllable-eating Málaga accent continues to stupefy me most days.
With the help of some indispensable local guides, I’m beginning to feel at home. My second cousin and her friends introduce me to the city’s gorgeous surroundings and seaside cuisine. My landlords give me tapería and museum recommendations, and always keep me informed about the next big religious procession. My new friends and I ask each other all the questions we can think of. “What’s a quesadilla, what’s ensalada malagueña, when do you usually eat, how would you say menudo lío in English?” And to think, all these connections began by simply being willing to put myself out there, to be embarrassed, to take small risks–no, acts of social hope–whether it’s striking up a conversation on the street, committing to a weekly international intercambio, or calling up extended family I met once almost a decade ago. How wonderful it is, even if initially exhausting, to live every day driven by curiosity about our neighbors. After all, as Elizabeth Alexander puts it, “Poetry… / is the human voice, / and are we not of interest to each other?”
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Dicen que el principio siempre es la parte más difícil: en empezar un proyecto o una rutina de ejercicio, en quitarte de una mala costumbre. Creo que tienen razón, por lo menos en cuanto a la transición cultural. Los detalles más pequeños y cotidianos que daba por hecho en los Estados Unidos–desde la forma de los enchufes y los inodoros hasta las marcas de los coches, los gestos comunes y la manera de pedir comida–todos cambiaron a la vez cuando aterricé en Málaga. La vida diaria empezó a darme más trabajo. Hasta los recados más básicos como la impresión de fotocopias y las compras de comida se convirtieron en ejercicios de gimnástica lingüística y social. Después de mis primeros días en España, yo estaba hecho polvo.
Me gusta pensar que la transición, especialmente a otro idioma y otra cultura, es una oportunidad de fortalecer músculos nuevos. Sonidos nuevos, movimientos nuevos, vías neuronales nuevas. La fatiga es inevitable, se va disminuyendo y es un indicio del progreso. Si no siento por lo menos un grado de incomodidad, sé que no estoy creciendo. En las semanas después del cansancio inicial, han habido varias “sesiones de entrenamiento,” algunas más fáciles que otras.
Cuando por primera vez pedí un café aquí, por ejemplo, aprendí que decir el típico ‘café con leche’ no es suficiente en Málaga; te solicitan más información. De hecho, tienen nueve maneras diferentes de pedir el café según la proporción de café y leche que te gusta, desde la ‘nube’ lechosa hasta el ‘solo’ fuerte. La precisión me sorprendía al principio, pero ahora he alcanzado apreciar el nivel de customización (o, seamos honestos, el nivel de control) que esa escala permite.
En otra ocasión, un amigo mío y yo nos sentamos en un bar, pedimos dos menús e inmediatamente después recibimos dos bocadillos y patatas fritas. Después de pensar que el camarero nos había escuchado mal o que habíamos recibido el pedido de otras personas, me di cuenta: claro, queríamos la carta para ver lo que había, pero habíamos traducido directamente del inglés. Por lo menos, a partir de aquel momento no he hecho el mismo error.
Después de un poco más de un mes de sesiones de entrenamiento como esas, la vida diaria no me hace sentir tan fatigado como antes. Literalmente. Me mataban mis pies después de andar más en las primeras semanas de estar aquí que en los últimos meses combinados, pero ahora un puñado de kilómetros cada día se siente como nada. Se puede decir más o menos lo mismo de otros aspectos de la ciudad. Navegar el sistema de transporte, la gastronomía y los sitios culturales de Málaga se está volviendo un proceso natural, aunque me falta mucho por aprender. Por supuesto, el acento rápido y comesílabas de Málaga me sigue atontando la mayoría de los días.
Con la ayuda de guías indispensables, he empezado a sentirme en casa aquí. Mi prima segunda y sus amigos me muestran los alrededores preciosos y la gastronomía costera de Málaga. Los dueños de mi piso me recomiendan taperías y museos y siempre me mantienen informado en cuanto a la próxima procesión extraordinaria. Mis amigos nuevos y yo nos preguntamos todas las preguntas que podemos hacer. “¿Qué es una quesadilla, que es la ensalada malagueña, cuándo sueles comer, cómo se dice menudo lío en inglés?” Que sorpresa pensar que todas estas relaciones empezaran con la disposición a arriesgarme un poco, a hacer actos de esperanza social, ya sea entablar una conversación en la calle, asistir a un intercambio internacional o llamar a parientes lejanos que conocí una vez hace casi una década. Qué bonito, aunque al principio agotador, es vivir cada día motivado por el deseo de conocer mejor a nuestros vecinos, nuestros hermanos. Porque al fin y al cabo, como dice la poeta Elizabeth Alexander, “La poesía… / es la voz humana / y ¿no nos interesamos el uno al otro?”
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