Por: Eleonora Gonella
Cuando Emilia, al final de la tragedia de Otelo, dice: Y muero, hablando de lo que yo creo cierto, verbaliza lo que antes había supuesto un silencio, y es entonces que la realidad preconstruida de Otelo se exhibe como espuria.
Cada tiempo tiene sus propios relatos. Así Juan Ranz intentaba convencer a Luisa, su esposa, que no buscara el origen del secreto del padre de él. El protagonista de Corazón tan blanco, novela semi-autobiográfica del ya desaparecido Javier Marías, sumamente marcado por la tragedia remota con la cual se abre su relato, narra su vida matrimonial como si la angustia se hubiese convertido en una constante tras enterarse de que su tía Teresa se había suicidado nada más volver de su luna de miel. Su padre, primer marido de Teresa y posteriormente casado con la hermana de ella, jamás se mostró capaz de sugerir una explicación al asunto, y siempre había evitado todo tipo de preguntas relativas al tema. Juan, criado alrededor de ese dogmático secretismo, busca meticulosamente permanecer fiel a la doctrina del silencio hasta que el peso de la incógnita se hace progresivamente más influyente en las certezas que lo habían llevado a casarse con Luisa.
La existencia de un secreto puede desequilibrar la balanza de una relación dependiendo del tiempo al que pertenece, durante el cual se crea y se arraiga, empezando a quebrantar la naturalidad sobre la cual se cimentan las conversaciones. Esta constatación altera la estabilidad interior del protagonista. ¿Qué es lo que debe de contarse y lo que puede permanecer sigilado? ¿Callar lo que nos perturba, por cuan insignificante que sea su grado de afectación, es impropio dentro de un contexto de recíproca confianza? Las meditaciones de Juan se entremezclan una y otra vez con la tragedia de Macbeth, cuyo verso más confuso sirve de título para la obra. En la tragedia, Lord Macbeth derrota las tropas invasoras noruegas e irlandesas con astucia y valentía, pero la gravedad moral del regicidio que comete poco después acabaría con su lucidez mental. Asesinar al rey era un sistema común en Escocia a la hora de apoderarse del trono, pero Macbeth, exponencialmente perturbado por la vista de la sangre sobre su puñal —que demostraba la existencia del mal en su sujeto— ocultaría su culpa. Después de todo, no es nada absurdo que ese secreto impregnado de crimen haya llevado a Macbeth a un delirio que se plasmaría en la necesidad de cometer más homicidios, pero ¿pueden, por otra parte, los secretos aparentemente inocentes convertirse en acontecimientos cargados de valor? La naturaleza enteramente sangrienta de la tragedia de Macbeth prevé la inexistencia de lo inocente, pero en Otelo, a pesar de ser una obra cargada de engaño, aún podemos vislumbrar unos rasgos de candidez en gran parte de los personajes. Como si Shakespeare hubiese querido destacar la presencia de la ingenuidad, la muerte con la cual concluye la historia encuentra el origen de su justificación en un detalle supuestamente insustancial: la pérdida del pañuelo de Desdémona.
El pañuelo y sus alegorías
Tras que Yago expusiera a Otelo su sospecha sobre el adulterio de la mujer de él con uno de sus tenientes, el moro se acercó a Desdémona con el corazón ya carcomido por los celos.
—Me duele la cabeza, justo aquí —suspiró, y callando el auténtico origen de su dolor, dejó que su esposa le acariciara la frente.
—Te vendaré la cabeza, y antes de una hora estarás aliviado.
Cogió entonces un pañuelo blanco cuyo bordado anaranjado representaba un paisaje siciliano, e intentó cubrirle la frente. Sentía una veneración casta hacia aquel objeto, regalo que le había hecho el moro en una de aquellas tardes en las que ella se perdía escuchándole relatar sus aventuras por tierras profanas. Otelo no había llegado aún a una locura tan extrema como para no dejarse conmover por los genuinos cuidados que le profesaba Desdémona, quien víctima del magnetismo de la dualidad que se arroja sobre los enamorados, expresaba la sinceridad de su amor mediante lágrimas de excesiva empatía.
—No hace falta, vámonos.
Otelo le quitó el pañuelo de las manos y lo dejó apoyado en el regazo de la veneciana, besando la piel de sus dedos diáfanos. Turbado por haber dudado de la honradez de su esposa, la cogió del brazo y la condujo hacia los jardines. Pero cuando Desdémona se levantó del suffah el pañuelo cayó al suelo, y ninguno de los dos percibió su ausencia.
Emilia, mujer de Yago y sirvienta de la esposa del moro, recogió el pañuelo y se lo entregó a su marido, exactamente como le había prometido.
—Quiero que me lo traigas, no me interesa lo más mínimo el cómo lo consigas —le había dicho el alférez y ella, incapaz de entrever la malicia detrás de una petición tan peculiar, obedeció. Ni siquiera le hizo falta mancharse las manos con el crimen del hurto para complacer a su marido. Cierto es que Emilia podría habérselo pedido prestado a su legítima dueña, pero la ocasión se le presentó tan inesperadamente que pareció que el destino le había querido entregar el pañuelo directamente, sin complicaciones ni discusiones. Sólo esa misma tarde Desdémona, al despedirse de Otelo, se había percatado de la desaparición de su don. Entonces lloró una vez más, ahora entre los brazos de su sirvienta, la cual se sintió profundamente culpable de su malestar.
Se lo daré mañana, en cuanto Yago me lo devuelva, meditó mientras la joven seguía sollozando, le diré que lo encontró una criada entre las prendas sucias y que pensó en lavarlo.
Desafortunadamente, la tragedia shakespeariana prevé que Desdémona nunca vuelva a ver a su querido pañuelo, y que Emilia tampoco tenga la ocasión de confesarle su verdadero paradero.
Para ser más precisos, Yago dejaría el trapo entre las sábanas del chivo expiatorio de sus pérfidos planes, Casio, y exhortaría al moro a pasarse por la casa de éste, para que pudiera así deducir que la bella veneciana se había efectivamente acostado con Casio. Otelo, enteramente cegado por la rabia y los celos, estrangularía a su mujer con sus propias manos, y Desdémona moriría con el amor como único pecado.
La sirvienta, horrorizada por el delirio del homicida y la vista del cuerpo exánime de su antigua dueña, se hundió completamente cuando el moro le explicó el porqué de su extremo gesto.
—Ella fue pecadora y adúltera, fue falsa y mudable como el agua que corre —gritó ahogando el llanto, —Casio gozó de su amor. Que te lo cuente tu marido. Yago sabe que ella mil veces se entregó a Casio, quien recibió de ella, en pago de su amor, el pañuelo, el regalo nupcial que yo le hice, un pañuelo que mi padre había dado a mi madre. Yo mismo lo he visto en manos de Casio.
—¡Perverso Otelo! Yo encontré aquel pañuelo: yo misma se lo di a mi marido, porque con muchas instancias me había pedido que lo robara. Moro: ¡ella fue honesta, ella te amaba!
Pero la ira del moro, plasmada en un brote de maligna ebriedad, ya había dado muerte a Desdémona. Sin atisbo de duda Yago –que en secreto aborrecía a su comandante y deseaba a Desdémona– marcó el dictamen de la tragedia instigando falsamente a Otelo a una locura sin retorno; pero Otelo no es en absoluto desprovisto de culpa: suya fue la decisión de no creer en su esposa cuando ella, inconscientemente en su lecho de muerte, le juraría que él era el único al que amaba. Podemos deducir entonces que Yago fue la sentencia y el moro su ciego verdugo, pero ¿cuál fue el arma del crimen? Habiendo Otelo matado a Desdémona con la fuerza de sus manos, hemos de buscarla más allá de la simple realidad material. Nada de objetos, nada de lo existente, nada que haya cobrado una forma en la tierra o en la mente del asesino. El pañuelo bordado de naranja es el indiscutible protagonista inanimado de la tragedia, pero no podemos decir que el pañuelo mató a Desdémona. Su presencia tangible en la realidad crea la expectativa de una intervención física en la secuencia de los hechos, pero dicha intervención nunca tendrá lugar: el pañuelo será visto sólo circunstancialmente por Otelo como la prueba irrefutable de la infidelidad de su mujer. No será el pañuelo en cuanto pañuelo lo que le lleve a la locura, sino la simbólica traición que ocultaba; y sabiendo que Desdémona nunca pisó la casa de Casio y tampoco fue adúltera, es natural pensar que el falso simbolismo del pañuelo podría haberse evitado. ¿Cómo? No reprimamos la complejidad de la pregunta respondiendo que “habría sido suficiente que Otelo se diera cuenta del engaño de Yago”: la mente de Otelo estaba tan claramente ofuscada por la pasión que sentía hacia Desdémona que, paradójicamente, acabó por ser incapaz de ver el amor puro e incondicional que ella le reservaba. Desde luego la veneciana fue víctima de la locura del moro, pero culpar plenamente a un loco por su falta de razón sería como echarle en cara a un sordo la pobreza de sus gustos musicales. Centrémonos pues, como se ha sugerido antes, en lo que nunca fue expresado, en algo cuya inexistencia alimentaría el mito del adulterio detrás del pañuelo.
Cuando el silencio se convierte en secreto
Ya hemos dicho que la infidelidad de Desdémona sólo era un falso símbolo, pero los símbolos, por cuan fraudulentos que sean, nunca se crean por sí mismos. Yago engañó al espacio mezquinamente y alteró radicalmente la realidad de Otelo al colocar el trapo entre las sábanas de Casio, convirtiendo el emblema de un amor en una prueba de traición. La pérdida del pañuelo, ínfimo detalle al que en un principio no se le atribuye importancia, representaría la pena capital de aquel amor tan joven. La sucia jugada de Yago, sin embargo, no habría tenido peso ninguno si se hubiera sabido desde un principio que Desdémona había dolorosamente perdido el regalo del moro. Pero ésta había llorado abrazada a Emilia, y su pena quedaría irremediablemente incógnita para Otelo. Consciente del valor afectivo que ambos sentían hacia aquel pequeño objeto, Desdémona temía que al enterarse su marido de la desaparición del pañuelo, también se disiparía el sentimiento que los unía. Siempre tenemos la necesidad de transformar lo abstracto en algo físicamente perceptible, y si por circunstancias de la vida lo que era perceptible deja de serlo, entonces es cuando empezamos a dudar sobre la realidad de nuestros sentires.
Fue el miedo a otra pérdida lo que indujo a Desdémona a callar, pero ¿qué decir sobre el silencio de Emilia? Recordemos que admitió haber encontrado el pañuelo sólo tras el asesinato de la joven, y sabiendo que gracias a ella acabaría en las manos de Yago, podemos considerarla como una cómplice involuntaria del engaño. Cuando Desdémona se mostró inmensamente afligida por la ausencia del trapo, la sirvienta se vio aceleradamente arrojada en un complejo conflicto interior: ¿permanecer fiel a su marido momentáneamente y devolverle lo suyo a Desdémona al día siguiente, o acabar de inmediato con el sufrimiento de ella revelándole lo ocurrido? Aquí cabe destacar que Emilia había sido la primera en sujetar el pañuelo después de que Desdémona le confesara que esa era la prueba del amor de Otelo, así que en el caso de que optara por la segunda alternativa, ¿qué pensaría la veneciana de su comportamiento? Definitivamente nada inocente. De modo que en un intento de proteger el alma de Desdémona de insinuaciones innecesarias e inútilmente alarmistas, se limitó a estrecharla en un largo abrazo y a prepararla para acostarse.
Entonces, fue sobre todo a raíz del secretismo instintivo de ambas mujeres que el trapo adquirió esa connotación tan despreciable. Si Desdémona hubiese llorado agarrada a Otelo, la evidencia de la afección de ella hacia aquel objeto se habría prolongado en la línea temporal del moro, y éste, consciente de la enorme pena por la que estaba pasando su esposa, no habría visto nada de infrecuente en ver el pañuelo entre las sábanas de su teniente Casio, porque esa desaparición no le había sido ocultada. Si Emilia no hubiese tenido a una Desdémona sollozante entre los brazos, no se habría sentido causante de su dolor, y no habría tenido razón ninguna para ocultarle que Yago tenía el pañuelo. Aquí hemos la prueba de la relevancia de lo inconsistente, de que la vacilación que nos lleva a guardarnos un hecho se convierte en tiempo, que “cada tiempo tiene sus propios relatos” y la misma acción de meditar si contar o callar nos sustrae tiempo, y es en ese tiempo que empieza a construirse el secreto. A veces se nos hace insufrible hacer que los secretos permanezcan secretos, tal vez sea porque el tiempo en el cual omitimos ciertos acontecimientos empieza a dejar rastro de su ritmo. Es por eso que si nos decidimos a revelar lo que antes no queríamos que fuese conocido, empezamos con un “no te lo había dicho, pero…” Es necesario dejar constancia ante nuestro oyente de que lo que vamos a contar es algo que ya ha pasado y que ese período de ocultación podría dar pie a una crisis si la confianza tenía un carácter institucional. Remarcamos que el tiempo ha pasado a través de un pretérito y volvemos a enfatizarlo con una conjunción adversativa, ahora arrepintiéndonos un poco pero jamás negándolo. Si buscamos restablecer el lazo indestructible dictado por la transparencia, es crucial cuidar del tiempo y comprender que es ese mismo tiempo que tanto tememos lo que le confiere forma a un secreto.
Desdémona murió demasiado pronto como para que el secreto de Emilia le fuese revelado, y Otelo comprendió demasiado tarde que Desdémona había sido víctima de una aflicción atroz tras perder el pañuelo. Nunca tuvieron las mujeres la ocurrencia de pronunciar ese “no te lo había dicho, pero…”, o tal vez simplemente el tiempo de sus respectivos silencios no había puesto en marcha ningún atentado a sus conciencias. Es irrefutable que ellas fueron las perjudicadas y no las instigadoras de la perfidia de Yago y de los celos de Otelo, pero sus secretos fueron la flecha que sin querer daría en pleno con la sospecha de éste. La buena fe y el amor de las mujeres dio pie a una cadena de secretos que, por cuán corta que fuese, concluiría en tragedia.
A veces nuestra concepción de la realidad gravita sobre lo que nunca se nos fue explicado. La ausencia de las palabras erige y crea nuevas interpretaciones, nuevas realidades. Por naturaleza se nos hace imposible comprender la nada, y lo que identificamos como un agujero, como un vacío, es llenado en automático por suposiciones y conjeturas. Somos responsables de nuestro tiempo y del uso que hacemos de él, y es nuestra decisión verbalizar o no verbalizar lo que trunca nuestra serenidad. Pero cuando las realidades y el tiempo son compartidos, es necesario calcular que toda omisión puede dar lugar a una alteración de la verdad del otro, y el tiempo durante el cual callamos podría tener repercusiones sobre el código implícito en el cual fundamentamos un régimen de confianza mutua. Tal vez sea algo extremo ejemplificar esto con un análisis de la hiperbólica tragedia de Otelo, pero a menudo comprendemos enteramente el significado de las cosas sólo cuando se nos vienen dadas a través de fértiles exageraciones.
NOTA: los diálogos entre los personajes de Otelo se han cogido directamente de la obra.
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