Por: Magdalena Mihaylova
¿Cuándo encontraré mi propio mundo, mi propio tiempo?
El primero era un amor. Dulce, alto, con unas gafas que se les caían cuando se encorvaba sobre un libro. El arte de amar. Infinite Jest. El poder del ahora. Su cuarto siempre estaba limpio, los libros montados cuidadosamente uno encima del otro en su mesita de noche, donde también guardaba sus calcetines con los agujeros en las suelas, las pastillas para dormir, los poemas de amor que le regalaba. El primero movía las manos con suavidad, igual de lento como su forma de expresarse, como si estuviera masticando las palabras para saborearlas, soltarlas. Yo, que era un huracán, una bola de sentimientos y ruido y torpeza, encontraba mi ojo en los suyos. Pero esa mirada que me calmaba tenía una profundidad morada, trechos de oscuridad sin salida. La caricia del niño dulce se había ahogado y me perdí intentando encontrarlo, intentando asomarme yo sola. Sí, el primero era un amor, pero también era dolor.
El segundo era algo más complejo que un amor. Siempre esfumándose, pero siempre presente, era su mano la cual me cogió cuando me caí del barco, pérdida en medio del mar. Esta mano morena y firme desapareció tan rápido como apareció para salvarme. La que nunca pude ponerle cara. El segundo era así: siempre un paso delante mío, pero siempre a mi lado. Devolviéndome la risa después de tantos años sumergida en la riada, pero enseñándome un nuevo tipo de tristeza, también. Al final, era su brazo sobre mis hombros que me guió hasta la cima, cuando por fin pude soltarlo. La vista era surreal, igual que lo nuestro: el horizonte inmenso, eterno. Borroso. Sin un comienzo ni un fin claro. El segundo y yo nunca tuvimos forma. Y cuando llegamos allí, eran estos mismos brazos—los que me acompañaron durante todo el viaje—que me agarraron como si me fueran a abrazar, solo para empujarme lejos de nuestro sitio entre las nubes. Sin amor, o a causa de ello. El segundo y yo éramos fumosidad y fugacidad, pero tampoco éramos nada.
¿Años perdidos o ganados? ¿Tiempo prestado o compartido? Pienso en una juventud marcada por el hecho de perder horas esperando. Esperar a que te conteste los mensajes. Esperar a que llegue a tiempo a vuestras citas. Esperar a que se sienta preparado para tener algo serio. Esperar a que te quiera. Las siluetas de estas esperanzas acechan en las esquinas de los bares donde me encuentro con una nueva cara, pendiente para ver cómo me voy a entregar esta vez. Para ver si sigo esperando. Para ver si las sombras del primero, segundo, y todos los futuros siguen siendo más importantes que mi propia forma.
Por las noches, lidio con ellos. Cuando llegan las horas insomnes y el mundo se siente pequeño, como si mi único vínculo con la realidad se encontrase en la validación de un amor verdadero. Cuando camino de un lado para el otro, como si pudiese escapar las huellas de haber querido, de haber creado un mundo a través del querer. Cuando amanece y me encuentro entre el temor de volver al mar enigmático y la atracción de perderme en el humo escurridizo. Cuando me pongo a escribir para construir un nuevo mundo en el cual solo hay luz brillante, claridad nítida.
Pero sigo buscándolo, nadando entre la neblina del pasado. Para encontrarlo—solo el tiempo lo dirá.
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