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Alba Martínez Marcos

Una meditación sobre el deseo sin mucho orden ni concierto

Por: Alba Martínez Marcos


El espacio rectangular permite oxigenar el pensamiento (imagen creado por IA).


Cuando Maggie me propuso escribir para Generación, lo primero que pensé fue en el tiempo que hacía que no me enfrentaba ante un folio en blanco. En aquellos momentos en los que tiendo a alejarme de la escritura, suelo tratar de inspirarme en el espacio rectangular descrito por Vivian Gornick en Apegos feroces: en cómo al escribir las frases comienzan a abrirse camino y tomar forma sobre el papel, las imágenes empiezan a ocupar la totalidad del pensamiento y el interior se vacía para dar cabida a dicho rectángulo de aire limpio y espacio despejado. La sensación es depuradora. El deseo, sin embargo, me cuesta concebirlo como un lugar transparente y sereno.


Generalmente, observo mi relación con el deseo como un terreno conflictivo. Anhelo y siento inconformidad a partes iguales. En repetidas ocasiones esa dicotomía me produce alcanzar metas y posteriormente pensar: “¿esto era todo?”. Tal sensación de vacío, no obstante, no proviene de una singularidad particular. La avidez de deseo y la falta del mismo por miedo a no cumplir expectativas o a fracasar estrepitosamente es un tema recurrente en mis conversaciones con amigas y amigos.


Parece que la deriva actual ha generado una insatisfacción absoluta. Ver cómo mi propia individualidad es vivida de forma común por otras muchas personas me consuela y me entristece simultáneamente. Me consuela en tanto que sentimientos como la culpabilidad o la responsabilidad personal se diluyen, cayendo en la cuenta de que, probablemente, esa dificultad para enfrentarme a un abismo de incertidumbre no sea solo una experiencia subjetiva. La tristeza llega justo después: conocer que tales emociones no pueden ser simplificadas a espacios de lo íntimo me desembocan de forma inmediata en reflexionar acerca del tipo de sociedades que se están (y estamos) construyendo.


Siento que el imperativo de superación constante me ha desligado por completo de mi deseo. ¿En qué medida hago algo porque realmente lo desee y no para evitar tales sentimientos de rechazo y autoexigencia personal? Tardé varios meses en dar por concluida mi lectura de Fernando Pessoa, específicamente su interminable e insufrible Libro del desasosiego, simplemente por no dejarlo a medias. Ese impedimento para desapegarse de algo ya comenzado, ya sean aspiraciones, relaciones personales o incluso objetos materiales, lo encuentro especialmente complicado debido a cómo el éxito se encuentra articulado en relación a la perdurabilidad o, en su defecto, a la consecución de un objetivo. Al mismo tiempo, los finales implican nuevos comienzos con las dudas, inseguridades e inquietudes que ello puede suponer. Siento el discurso del poder sobre mí como un cargante mantra: poseen opciones y alternativas sobre las que escoger, sin embargo, atrévanse a fallar sobre alguna de ellas.


Las conversaciones entre mi deseo genuino y mi ambición desmedida se repiten de forma insistente, no obstante, transformarlas en prosa, darles forma y vida mengua lo que inicialmente pensaba como una incomprensible contradicción. Su diálogo, en ocasiones, es opaco y confuso, pero a través de lo que ha sido un ejercicio de escritura automática he podido visualizar tal espacio rectangular ya descrito: la reflexividad constante ha dado paso a un escenario liberado. Quizás charlar conmigo misma frente al papel me ayude a no concebir al deseo como a un ente que constriñe y aprieta, si no como un motor agencial que impulsa y desencadena.

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