Vida en remoto
- Rocío Barbosa Cano
- Mar 28
- 4 min read
Por: Rocío Barbosa Cano

Me he pasado la vida queriendo tener otra.
Tenía 15 años y me sentaba con mi amiga Carla en la plaza de mi pueblo de 900 habitantes y soñamos con irnos de allí. Con lo que haríamos cuando viviéramos fuera. Cuando no tuviéramos que salir el sábado al pub del pueblo con las mismas 20 personas a hablar de los mismos temas y a sentirnos de la misma manera: fuera de lugar.
Me pasé más de la mitad de mi vida sintiéndome que no encajaba. Que no encajaba en mi pueblo, que no encajaba en mi ciudad, y que no encajaba en mi vida. Soñando con lo que habría fuera y deseando irme lo más lejos posible. Soñando con ciudades que eran la antítesis de Badajoz, soñando con muchos edificios gigantes, muchas personas con café en mano, muchas cosas que hacer y mucho por vivir. Una ciudad que nunca durmiera (Gossip Girl me creó esa necesidad), para que yo tampoco lo hiciera.
Me he pasado más de la mitad de mi vida creyendo que la estaba desaprovechando. Que otra chica, en otro lado del mundo, igualita que yo, con las mismas ideas, los mismos sueños y las mismas capacidades estaría viviendo muchísimo más que yo, porque yo estaba en Badajoz y ella, estuviera donde estuviera, no estaba en Badajoz.
Cuando cumplí 18 años por fin cumplí con ese sueño: me mudé a Madrid. Me costó no hablarme con mi padre durante semanas y me dolió presenciar los lloros de mi madre durante meses (mi madre nunca llora). Sentí que en ese momento empezaba mi vida y que todo lo de antes había sido solo un ensayo. Una previa. El pre-show.
De mi casa del pueblo a mi piso de Madrid hay 345 kilómetros. Es curioso lo que hacen los kilómetros con los sentimientos, crees que son la solución para apagarlos y lo que hace es revivirlos aún más. El efecto es algo parecido a ver un cuadro abstracto de esos que cuando estás a centímetros no entiendes nada y si te separas medio metro es un paisaje de flores en mitad de un atardecer. La distancia da perspectiva.
Y no nos engañemos: romantizas un poco todo. De repente tu madre con la que solo te hablabas para discutir se convierte en tu mejor amiga, no entiendes como pudiste cortar con tu exnovio, tu hermana que era tu archienemiga por robarte camisetas pasa a ser tu persona favorita y tu padre ausente te pregunta cómo estás después de un examen -aunque esto es lo más difícil, los kilómetros tampoco hacen milagros.
Me pasé media vida queriendo estar en cualquier otro lado menos en casa y me he pasado la otra media queriendo estar en casa antes que en cualquier otro sitio. Cuando era adolescente creía que Extremadura hacía que no me desarrollase, que la culpa de todo era que mis padres decidieron que yo tenía que subsistir entre jaras y alcornoques cuando estaba hecha para metros y multitudes.
Y qué equivocada estaba.
Madrid me ha dado mucho, y me ha quitado mucho. No sería la persona que soy si no me hubiera rodeado de personas con mis mismos intereses, sino me hubiera nutrido de ellas, si no hubiera vivido en esta ciudad, si no la hubiera sufrido.
Pero no sería la persona que soy, ni ninguna de las personas que hubiera podido ser si no me hubiera criado en mi tierra. Si no hubiera desayunado en el patio de mi casa donde siempre da el sol, si no hubiera visto el campo lleno de las flores amarillas que salen en mayo, si no hubiera bailado un pasodoble con mi abuelo año tras año, si hubiera cerrado todas las fiestas con una rumba portuguesa, si no hubiera ayudado a regar las 300 plantas que tenía mi abuela, si no hubiera visto a mi padre a invitar a todo el mundo a quedarse en mi casa cuando es la romería, si no hubiera ido todos los veranos a la piscina municipal con mi madre. Si no supiera la importancia de poder ir a casa de tu amiga y llamar a su puerta y que su madre te esté esperando. La importancia de poder tomar una cerveza, en el mismo pub de siempre, con las mismas personas de siempre y hablando los mismos temas de siempre. La importancia de poder no planear, no correr. La importancia de pertenecer a un lugar y que ese lugar tenga un cacho de ti. Una relación mutua donde un lugar te hace crecer y le haces crecer.
De mi casa del pueblo a mi piso de Madrid hay 345 kilómetros y dos vidas: todo aquello que conseguí ser y todo aquello por lo que soy. Hubo un tiempo que creí que podía no elegir, que podía tenerlo todo, que podía vivir en esta ciudad y rodearme de gente increíble e ir al Rastro los domingos y a nuevos todos los viernes y llegar al pueblo y que todo siguiera igual. Durante muchos años creí que el tiempo allí se paraba, y que solo avanzaba cuando yo estaba. Que allí siempre había la misma gente, en las mismas fiestas, los mismos días, diciendo lo mismo, sintiendo lo mismo.
Pero cuando ya no tienes 18 y cuando la vida se va estabilizando, comprendes que no era que sus vidas no avanzasen, es que la mía iba en sprint. Y de repente las vidas se nivelan y tienes dos vidas y no quieres que ninguna se quede estancada. Y no quieres elegir. Y ya no sabes quién eres, ni quién fuiste y sobre todo, ni quién serás.
Extremadura. La España vacía. La España de los agricultores y de los olivos. De las cerezas y los alcornoques. Donde la gente es amable y familiar. Donde la gente vive en calma y en comunidad. Donde la gente tiene un sentido de pertenencia a la tierra que pisa o pisó, tal vez porque no le queda otra, porque ven que lo que tiene se acaba, se despuebla, se muere. La España vaciada. Porque nos están vaciando. Porque no nos dan las posibilidades para que nos quedemos y hacen que la gente viva a kilómetros soñando vivir a metros. Porque hacen que vivamos en remoto. Porque hacen que tengamos una vida en la que subsistimos de lunes a viernes y una en la que somos felices de viernes a domingo. Porque hacen que tengamos dos vidas y tengamos que elegir.
Para que los que vengan detrás nunca tengan que elegir. Para que puedan tenerlo todo.
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