Por: Magdalena Mihaylova
Un repaso de los últimos dos años de la autora en Tenerife.
El dolor se encontraba en mi corazón. No era un infarto, ni la mala digestión. Mientras embarcábamos en el avión—la gente colocando sus cosas, el zumbido de la música de Vueling generando un ámbito agradable y familiar—intenté no prestar atención al nudo que iba subiendo desde mi corazón a mi garganta, y que pronto llegaría a mis ojos en forma de lágrimas.
Me estaba yendo de Canarias.
Suena dramático, si no me conoces a mí ni a mis sentimientos hacia este archipiélago único en medio del mar atlántico. Y puede que lo sea—muchacha, es el año 2023, hay miles de formas de mantener contacto con un sitio y la comunidad que tienes allí; ¿no ibas a vivir en Madrid? ¡está a tiro de piedra!—pero la vida sin un poco de drama, sin colorear dentro de los bordes grises entre los que vivimos, es un flaco flavor de todo lo que se puede sentir. Ahora bien, este hecho de poder sentir no incluye sentir solo lo bueno—como cuando ves el amanecer desde el pico más alto de España después de haber caminado seis horas, cuando te bañas desnuda bajo el sol en pleno diciembre, o cuando sientes un amor intenso en otro idioma, susurrando “te quiero” como si llevaras toda tu vida diciéndolo. Conlleva también sufrir cuando llegas a los cambios inevitables de tus veinte, cuando tomas las decisiones que te sacan de tu zona de confort, aunque aún no te sientas preparada para ellas.
Así pues, mientras el avión despegaba y la isla que había llegado a ser mi “segundo hogar” desaparecía en el horizonte, intenté pensar que esta angustia que se había clavado en mi pecho significaba que esta experiencia me había conmovido, que no era superficial. No era una pausa vacacional antes de volver a mi realidad, una actitud muy típica en este tipo de programa de intercambio. Por el contrario, mi tiempo en Canarias se había vuelto central en mi vida: es donde tengo mi comunidad de amistades, ha impactado cómo percibo a un mundo diverso y constantemente cambiante, y ha servido cómo un catalizador en la formación de una versión de mí más abierta, más segura en sí misma, más crítica del mundo y la sociedad. Irme de Canarias no es muy diferente de cuando me había ido de Michigan en este sentido. Por supuesto que llevo mucho menos tiempo viviendo en Tenerife que en Ann Arbor, pero la idea es la misma: irme de un sitio donde he querido, crecido, y conocido a gente cuyas raíces están demasiado fijas en mi alma para solo hablar a cada rato. He cultivado otro hogar, y ahora nunca jamás podré estar en uno sin echar de menos lo que habré dejado en el otro.
Lo curioso es que siento todo esto después de sólo dos años viviendo en Canarias. Pienso en mis padres, que emigraron al otro lado del mundo después de treinta años en su país natal, o en mi tía, que ha vuelto a su patria después de casi diez años en Barcelona. Sé que, aunque me he integrado bastante en mi comunidad en Canarias, aún me quedaría mucho por ver, entender, y vivir allá. Reconozco el contexto de mi programa y el privilegio y la perspectiva que supone para mi vida aquí. Pero es parecido a cuando lo dejas con tu novio, o cuando te rompen el corazón por primera vez: aunque cuando lo analizas con una perspectiva a posteriori y sabes que lo superarás, y que vendrán otros amantes, amores, y atrocidades, este hecho no quita el valor de que en su momento esa persona—o intercambio, o grupo de amigos, o sitio—era la cosa más intensa e importante que habías vivido. Y siempre tendrá esa importancia, porque sin ello, nunca habrías llegado a tener tus experiencias actuales; es decir, necesitas vivirlo para transformarte en la versión de ti que encontrará su sitio adecuado en el mundo.
Por ello, pese a que lloraba mientras el avión atravesaba un mar de nubes parecido a aquello que veía casi cada mañana desde el intercambiador en La Laguna, sentía un tinte dulce en el dolor que me abrumaba. Sabía que gracias a mi estancia en Canarias, conseguí la valentía de decidirme a cursar un máster en español, la curiosidad de irme a vivir en una gran ciudad, y la humildad de reconocer que ,,aunque tengas 24 años y lleves años fuera de tu casa, estando al otro lado de un mar enorme de tu familia es una puta mierda.
Así que, cerré mis ojos y volví a mis despedidas, a las once de la noche en mi habitación ya vacía de carteles y cosas pero llena de gente querida; y a las cinco de la mañana en el aeropuerto donde el último abrazo seguía siendo el siguiente, y el siguiente, y no, no, te prometo, este sería la última, dame un minuto más. Volví a estos momentos para recordarme a mí misma que, aunque no iba a vivir en Canarias en cuanto empezara el nuevo año académico, el amor de esa gente seguiría siendo real, pasara lo que pasara, si habláramos o si nos ocupáramos con nuestras nuevas vidas, e incluso si nos olvidáramos—porque la Maggie que existe hoy es una combinación de este amor y su despedida, y otros del pasado, y los espacios vacíos que se llenarían, ojalá, con los años.
No sé qué esperar del futuro, y tampoco lo doy por sentado. Quizá vuelva a Canarias, o a Estados Unidos, o me quede en Madrid. Tal vez habrá nuevos lugares, otros caminos que ni siquiera me los puedo imaginar. Todos formarán parte del mosaico de quien soy, eso sí. Pero una nunca se olvida de la intensidad de su primer amor. Y el mío es azul profundo y verde fresco, nube y sol. Es un acantilado afilado y arena suave y serena. Es el olor del mar y del bosque húmedo, llegando a mi nariz en los momentos más inesperados en los años venideros, recordándome que no hacía falta una despedida, porque siempre vivirá en mí.
....y lo Mejor de todo es, que Nunca, Nada o Nadie te lo puede quitar. Ahora tienes en ti una fuente de energía inextinguible para Siempre.
Enhorabuena para el nivel de español altísimo! Aviso a los escritores españoles nativos: aquí teneís una competencia que impresiona...:).
El idioma aprendido con alegría i amor también se lo llevarás por la vida y será el regalo más grande de Canarias. Ya verás!